Soy becario, término que podría indicar que “disfruto” de una beca, que tengo el privilegio de ser aceptado por una empresa que me acoge amablemente para que aprenda un oficio práctico a pesar de mi inútil hiperformación. Quizás nada más lejos de la realidad. Como la mayoría de los que han podido disfrutar de este privilegio sabemos que ser becario significa verse convertido en un trabajador precario, sin derecho a paro, con un sueldo que no atiende al mínimo interprofesional (si es que existe algún tipo de remuneración) y con supuestas posibilidades de contratación cada vez más bajas. Pero quizás me quejo en demasía de mi posición, quizás podría estar peor. Quizás podría seguir estudiando.
Como lo están mis amigos de la escuela de arquitectura (sí, aún me quedan amigos después de mis polémicos artículos donde digo sin tapujos lo que no me gusta —como el de la semana pasada con respecto al Café Central de Madrid— aunque cada vez son menos). ¿Cómo será su futuro? Una carrera que antes parecía la panacea de la España del boom inmobilario, la cúspide de la cultura del ladrillo (buen dinero y trabajo especializado a espuertas), pasó rápidamente de las formaciones con más salidas laborales a convertirse en un trabajo de sobreexplotación y sueldos bajos a causa de la poca demanda y mucha oferta. Sin embargo, la verdad, poco me importa el futuro de mis colegas (seguramente emigrarán y les tratarán mejor en sus países de acogida), lo que sí me preocupa es su oficio como tal, el rumbo que está tomando la arquitectura y su enseñanza.
Pues, ¿qué es hoy en día un arquitecto? ¿Qué es lo que se enseña que debería ser en las escuelas? Si en un primer momento podríamos pensar que un arquitecto es una persona capaz de diseñar edificios construíbles, esta definición cada vez parece más ajena a la realidad de nuestros días. Es un oficio donde parece imposible escapar de las paradojas del postmodernismo y, además, la tendencia educativa de otros países europeos como Francia, que relegan al arquitecto a la de un diseñador gráfico con pretensiones tectónicas, se establece con una pisada fuerte dentro de nuestras fronteras. Vamos, que los arquitectos parecen estar convirtiéndose en artistas contemporáneos, cada vez más alejados de la palpable realidad de los comunes mortales e inmersos en un onanismo autoreferencial de postureo sin límites. ¿Es que no quedan arquitectos con los pies en la tierra?
Quizás sí.
Hace poco visité la Catedral de Justo, un espectacular monumento situado en la localidad madrileña de Mejorada del Campo, digno de aparecer en los manuales de arquitectura. A los que no conozcan el lugar (popularizado hace años por un anuncio de una marca de refrescos) les haré un breve resumen de la peculiar historia que encierra el edificio. Resulta que Justo Gallego Martínez fue expulsado del monasterio cisterciense de Santa María de Huerta tras haber contraído la tuberculosis. El tal Justo, que como vemos era muy pío, le pidió ayuda a la Virgen, prometiéndole construir una catedral si conseguía sanar de su enfermedad. Como finalmente se curó, el ex-monje se puso manos a la obra para levantar una catedral en el terreno que su familia tenía en Mejorada del Campo. Esto ocurría en 1961.
Hoy en día, en el año 2015 de nuestro Señor, la catedral no está terminada, pero al paso que va se acabará antes que la Sagrada Familia de Gaudí, que comenzó su realización en 1882. Y es que Justo, armado de paciencia y sin ayuda durante casi todo el proceso, ha conseguido levantar una imponente estructura que se eleva decenas de metros hacia el cielo (la cúpula central llega a los 35 metros de altura) y que ocupa un territorio más que considerable. ¿Sería Norman Foster capaz de hacer eso con sus propias manos?
La catedral (que no es propiamente tal al no estar consagrada como templo ni reconocida por la diócesis de Alcalá de Henares) cuenta con todos los elementos típicos de este tipo de construcciones: una imponente escalinata principal, una amplia cripta con un sistema de reposo de lo más innovador, claustro, altas torres donde anidan los pájaros, una capilla para la Virgen (la del Pilar, patrona de España), pinturas murales con escenas de la vida de Jesús… Se puede deambular sin miedo al derrumbe por una tribuna en el segundo piso, y aunque ciertamente las escaleras dan cierta impresión de inestabilidad, favorecida por el uso de los ladrillos deformes reciclados por Justo, la estructura parece sólida y no presenta inseguridades.
Estos ladrillos y los demás materiales son, como digo, en su mayoría reciclados, desechados por empresas de construcción y que Justo ha utilizado para crear su imponente monumento a la Virgen del Pilar. Y recordemos que todo esto lo ha hecho un hombre sin conocimientos previos de construcción ni arquitectura, basándose en algunas fotografías de obras maestras de este arte. Y en verdad sería interesante realizar un estudio de las referencias arquitectónicas usadas por Justo para la realización del templo, ya que a simple vista ya se pueden rastrear enlaces con San Pedro del Vaticano o el modernismo catalán (y muy apropiadamente, casi a modo de homenaje, la catedral está situada en la calle Gaudí).
Como no podría ser de otra manera, muchos supuestos arquitectos desdeñan esta construcción, y alguno —me consta— no muestra ningún tipo de interés en las peculiaridades de esta obra casi sin parangón. ¿Por qué? Se me ocurre que quizás tengan una envidia oculta hacia un hombre que es capaz de planear y construir un edificio sin ayuda, atendiendo mimosamente a cada una de partes, no haciendo rápidos esbozos de pretensiones geniales para que los becarios o delineantes de turno carguen con todo el marrón de diseñar realmente un edificio. Además, Justo le ha dedicado toda su vida a un único proyecto, no unas pocas semanas en un taller para pasar sin más preámbulos a otros quehaceres, sin tiempo para reposar debidamente las ideas.
La fe mueve montañas —y construye catedrales— y en un época descreída como la nuestra parece que se puede aspirar a poco más que a levantar humo, por mucho dinero, eso sí. Saquen sus propias conclusiones.