El pasado mes de febrero, la Dirección de Teatro de la UNAM organizó la XXII edición de su Festival Internacional de Teatro Universitario (FITU), que tuvo lugar en México D.F. y que reunió en sus distintas categorías obras y compañías de muy diversa procedencia. Entre los participantes españoles se encontraban los miembros de LATarara Teatro, un jovencísimo grupo de origen extremeño-andaluz que se llevó el premio a la mejor obra teatral en su categoría por una pieza de creación colectiva: El niño adefesio, que ya llevaba meses dando que hablar en tierras del Guadalquivir.
La primera vez que yo los vi sobre las tablas fue en una abarrotada peña cultural de la calle Castilla de Triana, frente a la conocida Iglesia de la O. Su actuación formaba parte de un espectáculo de mayor formato en el que participaban varios grupos de actores de la ESAD (Escuela Superior de Arte Dramático de Sevilla) y que en menos de un año se había convertido en uno de los principales pasatiempos del nutrido elenco de personajes que, por aquel entonces, integraba la fanfarria cultural más joven de la capital andaluza. Allí, frente a un retrato de Don Cecilio de Triana, el público asistía atento a la representación de obras de Juan Mayorga y de Alberto San Juan, pero también a la de sketches de los Monty Python y de las hilarantes piezas cortas que escribían e interpretaban los organizadores.
La obra que LATarara representaba aquella noche se llamaba Triunfo de una perra gorda y, aunque yo lo ignoraba por completo, se trataba de la primera vez en que se presentaban como grupo. De una manera u otra, el texto hizo furor entre los asistentes, cuyos vítores y aplausos acompañaron a los actores durante el trayecto hacia los improvisados camerinos de la peña. Sin embargo, mis propias sensaciones eran contradictorias, pues, mientras que por un lado reconocía tanto el poder visual de todos los elementos que componían el atrezo como el mérito de la potentísima actuación de los actores, por otro me invadía cierto desconcierto: faltaba algo, aunque en aquel momento ni yo mismo hubiera sabido decir qué.
Pasó el tiempo, y yo me marché de Sevilla por razones de trabajo. A mi vuelta, casi un año después, experimenté las típicas sensaciones del viajero que regresa a su tierra natal tras un periodo breve pero intenso; Sevilla seguía siendo, como dice un amigo poeta, ese sueño amarillo de hojas cálidas, esa gota de ámbar en que las cosas se suceden con un ritmo especial, ajeno al que se mueve fuera de sus límites. Sin embargo, había muchas cosas que se habían transformado y LATarara era una de ellas. Desde el día en el que había asistido por primera vez a una representación de la compañía, había tenido la oportunidad de conocer personalmente a todos los integrantes de la misma, así como de salir más de una vez con ellos por el centro o la Alameda de Hércules. A pesar de ello, y por diversas circunstancias, no había vuelto a verlos actuar en directo hasta que el año pasado presentaron El niño adefesio por primera vez, durante la celebración del Día Mundial del Teatro que tiene lugar todos los años en la ESAD. Aquel diecisiete de marzo la Sala Lorca estaba llena hasta los topes; prácticamente toda la escuela estaba pendiente del estreno de la obra, y a sus alumnos y ex-alumnos nos sumábamos un buen puñado de curiosos y de amantes del teatro universitario. Recuerdo haberme sentado en una de las primeras filas junto a Ana Correro, con quien me había encontrado por casualidad en las mismas puertas de la sala, y haber visto cómo algunos de los asistentes, que no llegaron a tiempo de encontrar asiento, permanecían en pie en los laterales de la misma.
José María Paredes y Ana Rocío Dávila (responsables de luces, escenografía y vestuario) esperaban a que el público acabara de acomodarse desde el panel de control, casi tan expectantes como este por ver a los actores salir al escenario. De pronto, las luces se apagaron y un cenital verdoso iluminó un pequeño punto del proscenio en que se levantaba la fachada de una casa de juguete. A los pocos segundos, la voz vacilante de una anciana empezó a sonar y dio lugar al comienzo del primer capítulo de El niño adefesio, que empieza haciendo mención, como no podía ser de otra manera, a uno de los temas capitales de la obra: la deformidad, y es que en el momento en que termina el parlamento de la anciana, cuando se vuelven a encender las luces y el público contempla por primera vez el interior de la vivienda que hasta entonces solo ha visto desde fuera, aparece la visión del personaje que da título a la obra (magistralmente interpretado por Carlos Agudo). La Madre y el Padre, que junto al hijo completan su grotesca familia, apenas tardan unos minutos en aparecer sobre el escenario.
El nivel técnico del El niño adefesio es, sencillamente, genial, desde el cuidado y mimos puestos en la escenografía, el vestuario y la iluminación —que durante toda la obra oscila entre el simbolismo, la metáfora y la alegoría— hasta la exuberante interpretación de los actores, que se dejan la piel para hacer de cada escena un cuadro vivo, dinámico y feroz, que tan pronto planta risas en la boca del público como ahonda en lo sórdido y doliente de la condición humana. La pieza es, además, una radiografía del fracaso de la familia como unidad de comunicación y como núcleo educativo en líneas generales, cuya estructura y final obligan al público a juzgar lo que acaba de ver sobre la escena, a interpretarlo y a posicionarse en contra o a favor. No se trata de la fuerza que transmite Iván Fernández, con su uniforme militar y su muleta, avanzando a trompicones sobre el escenario, ni de la prodigiosa flexibilidad —tanto física como interpretativa— de Mery Delgado, que en su papel de madre abandonada y egoísta refleja con rotundidad todos los rostros de la desesperación; no se trata, por último, de la ternura y de la repulsión que inspira el personaje de Carlos, tan maltratado en la fealdad de su inocencia, sino en el conjunto en que se erigen todas y cada una de estas pinceladas para formar el lienzo de un retrato expresionista, de un delirio de Kantor o del poeta ciego Max Estrella.
Cuando la obra acabó, y como sucedió aquella primera vez en Triana, el público estalló en aplausos, vítores y felicitaciones. Recuerdo haber mirado a Ana Correro y haber encontrado en su mirada el mismo sentimiento de sorpresa y de placer que había en la mía. Esa noche me quedé con los artistas y los ayudé a recoger y desmontar el escenario. Después, sin más preámbulos, nos fuimos a cenar a un bar de la Alameda, donde aproveché para fusilar a preguntas a Mery Delgado y al resto de la compañía, tanto sobre la obra como sobre sus influencias. Fue entonces cuando me hablaron por primera vez de Tadeusz Kantor, a quien no dudan en reconocer como referente directo —aunque no único—, así como sobre el teatro expresionista en general, del que por desgracia yo no sabía demasiado por aquel entonces. Existen pocas compañías capaces de levantar un montaje desde cero, y cuando digo desde cero me refiero a la nada absoluta, pero durante aquella cena me enteré de que los chicos de LATarara no solo son los escritores de sus obras, sus propios directores, coreógrafos y un largo etcétera, sino de que habían llegado, incluso, hasta al extremo de coser a mano la inmensa mayoría de los muñecos de trapo que conforman el atrezo de El niño adefesio, en parte por ahorrar gastos de producción y en parte por aportar un toque único y distintivo a su puesta en escena.
Yo, al igual que la mayoría de miembros de LATarara, tuve la suerte o la desgracia de nacer a principios de los años noventa del siglo anterior. No tengo la menor idea de si mi generación será vista en un futuro como el último estertor del siglo XX o como el primer grito del siglo XXI; dicho sea de paso, ni siquiera creo en el concepto de generación. Lo que sí tengo claro es que la gente de mi edad le está entregando al arte lo poco que no nos han quitado todavía: las ganas de morder, de dar el alma, de hacer exactamente aquello que los de siempre llaman imposible.
Fotografías cedidas por LATarara Teatro.