Acercarse a la cultura es proponerse a sí mismo un reto: el de hacerse preguntas, y cuanto más incómodas mejor. Pero en ese acto de encadenar unas dudas con otras acaba por surgir la necesidad de alcanzar alguna respuesta. Como si el abuso de la cultura acabara convirtiéndose en el peor de los inviernos, surge la necesidad de crear una figura que sirva de orientación. El Genio aparece entonces en escena no solo como aquel que formula las mejores preguntas, sino que parece tener también las respuestas más interesantes. Si la cultura es fría, el genio es un guía para ver con más claridad. Sin embargo, este adalid inventado no es más que un muñeco de nieve dentro del ya mencionado invierno cultural. Y acabará derritiéndose, como todos, si se le presta verdadera atención.
Resulta paradójico que un genio, normalmente convertido en icono cultural, no precise de ser en absoluto culto. De hecho, incluso la mayor ya fue negada hace miles de años: cuanto más culto se es, más consciencia de la propia incultura se tiene. Y aun así se sigue evaluando, categorizando y cuantificando la cultura que posee una persona en términos de cantidad. Los mismos académicos que hablan de la división del átomo o todo lo contenido en un soneto de Lorca, acaban recurriendo a la aritmética, en el mejor de los casos, para hablar de lo que es cultura o no. Seguramente —otra paradoja por cierto— el pensador Sócrates, uno de tantos pilares indiscutibles de la parte occidental del mundo, no aprobaría hoy en día ni la más básica de las oposiciones para un empleo público. Esta frivolidad tiene una razón en realidad muy sencilla: la ciencia no es objetiva, la cultura no es ciencia y la historia no es ni objetiva ni ciencia. La cultura es libre y no puede serlo de cualquier otra manera. El Genio, no la persona en sí y sus logros si los hubiera, como figura, representa pues un punto de inflexión en su campo. Esa parece ser la única característica común entre artistas, pensadores o científicos que se hallan dentro de tal catálogo. Se acaba creando una idolatría de la persona y a la vez una especie de cosificación de esta en relación a su figura. A menudo el Genio acaba respondiendo a una suerte de características, impuestas entre todos, que deberían supuestamente definirlo. Pero estas cualidades no describen sino que prescriben, es decir, el Genio se convierte en un mito; la persona que hay detrás desaparece, y se le exige que, como ídolo en que acaba convertido, cubra las necesidades de una masa a la que no le apetece tanto ser libre. En otras palabras: haya más o menos genios de la cuenta, lo que sí hay seguro son demasiados seguidores.
La idolatría es inherente al ser humano. Tras un vistazo —más allá de Wikipedia, por favor— a la historia este hecho se constata una vez más. El Genio se ha cargado a veces de misticismo, como suele pasar con los ídolos artísticos, o de alta cualificación intelectual, ese numerito ya desfasado y carente de todo respaldo científico al que muchos siguen haciendo caso llamado «cociente intelectual». Todo esto se hace en sustitución evolutiva de un guía, líder, emperador o tirano que dicte nuestros proyectos vitales. Hay genios para todo tipo de necesidades. Los que padecen los designios del nervio, y por tanto viven más atados a arranques pasionales, cuentan con una amalgama de personajes cuyas vidas han hecho y seguirán haciendo las delicias de escritores y cineastas interesados en lo raro. Quienes por el contrario buscan la racionalidad hasta en el cante jondo (aún me explota la cabeza cada vez que leo Teoría del caos), se encontrarán con un extenso catálogo de sufridores que supuestamente veían números donde el resto de mortales vemos una taza de café. Y si no, siempre pueden pasearse por la tienda de regalos que, como todo el mundo sabe, todo buen museo de ciencia debe tener. Pero la cultura no tiene nada que ver con ningún genio. Es la inquietud, la actitud de enfrentar un tabú personal, no social. Contemporáneamente se ha definido al Genio bajo dos paradigmas: es culto y su figura supuso un punto de inflexión. Ambos supuestos son erróneos. Para empezar, un genio no es culto, de hecho ser culto se enfrenta a su vez a dos paradojas; por un lado cuanto supuestamente más lo eres, más consciente a su vez eres de tu ignorancia; por otro, la verdadera cultura puede ser atemporal, pero la posesión de la misma no lo es. De nuevo imaginemos a Sócrates opositando o pasando Bachillerato. No lo lograría. En cuanto al punto de inflexión, Eratóstenes (del que ningún profesor me habló jamás durante mis años de estudiante), al cual no se le suele ver mucho por redes sociales, determinó, fijándose en datos recogidos de la sombras proyectadas en el solsticio de verano en diferentes ciudades algo alejadas entre sí, la línea meridiana de la Tierra y un cálculo para determinar el tamaño de su circunferencia (ecuación ya desechada). Ergo este griego se valió básicamente de dos palos y su cerebro para darse cuenta de que nuestro planeta es redondo. Y sin embargo este tipo, bajo los parámetros contemporáneos de «canonización» y estudio, ni era culto ni supuso un punto de inflexión. No era un genio. ¿Acaso importa que lo fuera?
La imagen evangélica que se tiene en occidente del Genio —no, ser ateo no exime— es reflejo de un acercamiento impersonal a la cultura. Ningún tabú ha hecho bien a la humanidad ni lo hará jamás, es la superación de estos un pilar indispensable que permite seguir avanzando como especie. Inmersa en esta idea, no solo la conformación de comunidades para la cooperación, sino la superación intelectual del individuo, supone un elemento nada desdeñable. La relación de una persona con la cultura es íntima, el Genio no ha roto ni romperá ningún tabú de cualquier tipo, los rompe quien se atreve a hacerse preguntas. Este maravilloso encuentro con la verdadera cultura, que es la que enfrenta a cada uno consigo mismo pero sobre todo aquella que más debe acercarnos a los demás, nunca ha tenido guías, ni faros, ni ninguna metáfora. Es imperfecta pero sincera, a menudo llamada amor.
Texto de José Cabrera