No aspiro a mucho en el ámbito profesional por ahora. Soy solo un becario que acaba de titularse. Quizá ni siquiera me haya titulado todavía. Lo importante es que no tengo experiencia. ¿A dónde voy a llegar sin alguna veteranía?
Me conformo con lo que tengo. Soy joven pero he tenido tiempo para aprender que siempre hay gente mucho peor que yo, así que no debería quejarme, dada mi situación. Pero no deja de ser duro el día a día. Mis horas como becario sirven para llenar la sección de Experiencia en mi CV. ¿Me sirven a mí? No, claro que no. No me aportan nada. Todo lo que siento es que tiro mi tiempo, a costa de ampliar la sección del CV. No me puedo quejar, vale, pero es duro.
Las semanas se pasan rápido y yo no las aprovecho. No las aprovecho porque no tengo tiempo para ello. Cada día trabajo más y tan solo recibo las gracias a cambio. No quiero las gracias. Quiero algo más. ¿Soy muy exigente? Yo creo que soy razonable.
Pero todo fluye. Uno aprende a disfrutar de las pequeñas cosas que da el día a día, a no dejarse influir por el sistema que nosotros mismos hemos erróneamente construido. Algún día, mi larga sección de Experiencia en el CV me permitirá trabajar en un sitio como este, un lugar donde el bienestar del empleado forma parte de los objetivos de la empresa, no como aquí. En el futuro, mi trabajo me hará feliz.
Pero todavía no.
Por ahora, mi bienestar lo construyo con el poco tiempo que me dejan. Y sí, es verdad, es poco tiempo. La buena noticia es que, pese a que sea poco, me sobra. Puede que mucho de lo que me ofrece la actualidad no me guste, que no comparta las tradiciones que mi cultura me otorga, que no entienda a mis vecinos, que no tenga barrio, que mi gobierno esté contra mí, pero todo tiene solución. No dejaré que los infortunios que me rodean acaben conmigo.
La cultura pasa por un momento difícil, pero lo que no acabe con ella la hará más fuerte. No necesitamos un estado que garantice la cultura porque para eso están las personas. La música o la poesía no las escribe un ministerio, sino músicos y poetas que desde lo más profundo de su ser sacan la inspiración que les devuelve versos y compases.
Ahora, lector, añade a eso la compañía de conocidos y desconocidos con ganas de disfrutar de esa cultura y de difundirla, la simple misión que nuestro gobierno es incapaz de realizar. Por si fuera poco, imagina la taza de un café recién tostado, con la atención y el cariño de un artesano del café. Piensa en todo eso junto, un espacio para la música, el arte, el café, la cultura. Las personas. Nosotros.
Ese espacio no es un anuncio de CocaCola. Yo mismo he tenido la ocasión de visitarlo recientemente y volveré tantas veces como pueda. Entre unos pocos, están convirtiendo Cafés Guayacán en el espacio que se necesita para recuperar la fe en la humanidad. Qué mejor plan que un desayuno con bizcocho y cultura, en la mañana de un sábado, en el madrileño barrio de Chamberí. Un momento en el que un músico puede dar a conocer sus arreglos o un poeta recitar sus descubrimientos.
Cuando el espectáculo acaba, uno no puede irse sin charlar antes con Enrique, el dueño de todo eso. A Enrique le gustaba el café y al café quería dedicarse. Vio que en Madrid se consume el brebaje oscuro en cantidades gigantescas, pero no se aprecia su calidad, no se sabe distinguir cuando un grano vale la pena. Con esa idea de antemano, puso en marcha un local en el que no solo se vende y se toma café, sino que además se tuesta la semilla, comprada directamente al productor. Con Enrique se aprenden los secretos de la materia prima y de su preparación. Es una parada obligada para todos los que ven en la cafeína algo más que una chute para mantenerse despierto.
¿Qué más se puede pedir? Dejar de ser becario, seguramente, pero cuando desayuno bien por un día, eso deja de preocuparme.
Fotografía de portada: Cafés Guayacán