Navidades en Al-Andalus

Conocí Al-Andalus (aunque solo su escaparate, pues estaba cerrada) un día en el que organicé una visita a varias librerías de viejo de Sevilla, a modo de tour bibliófilo, intentando emular el empedernido y un poco ridículo afán que tan bien retrata Andrew Lang en el ensayo-cuento A Bookman’s Purgatory, incluido en Books and Bookmen. La universidad me sacó de mi error cuando, tras otra visita, un par de años después, descubrí que no era una librería de segunda mano sino que estaba de liquidación, aunque bien oliera a anticuario. Tal vez aún haya quien se confunda, ya que pocas librerías de fondo quedan vivas, si es que no se han fosilizado. Al-Andalus, para el pesar de la ciudad, llevaba ya varios años petrificada, convirtiéndose en un fósil polvoriento de lo que fue, resistiéndose a morir pero sin asomo de recuperación posible… hasta que llegaron Alejandra y Guillermo. De los avatares de su acuerdo, del traspaso, de lo que supone lidiar con distribuidoras que de los únicos fondos que entienden son los del banco, no me corresponde a mí hablar, ya que no sé nada de todo esto más de lo que se aprende con un botellín o un café con alguno de estos dos libreros.

Llegué de Inglaterra el 18 y el 19 ya estaba visitándolos. Me había enterado de su nueva aventura por casualidad, de lo callado que se lo tenían (Alejandra aún es incapaz de explicar del todo cómo llegó a ser librera). Sin embargo, apenas llevan tres o cuatro meses y ya esta librería de la calle Roldana, escondida entre Puerta Jerez y la Plaza de la Contratación y el peso de varias decenas de años, parece distinta. Ya no hay más polvo que el necesario, el almacén sirve de depósito y no de trastero, hay una mesita baja con golosas y excéntricas novedades, el escaparate se ha actualizado, la zona de Clásicas reluce apabullante y sin huecos sonoros y vacíos, y las firmas célebres (Francisco Ayala, Joaquín Romero Murube, Ramón Carande, etc.) y las bellas estanterías de madera han vuelto a ser parte visible y distinguible del local.

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Mucho les queda por hacer todavía, eso también es evidente. Para empezar: controlar el fondo de más de cincuenta mil títulos, desordenado y caótico tras tantos años liquidándose. Concluida la labor con la sección de Clásicas (baluarte de la historia de la librería), ahora están atacando la sección de Historia (universal y de España y de Hispanoamérica en particular, cada una con su propia estantería y su propio desorden), pero ah, avatares del destino, el ordenador donde iban registrando lo que iban encontrado, incómodo ante tanto papel, decidió apagarse y no encenderse más. Sin créditos ni márgenes de beneficios, fue una lectora y clienta amiga quien les dejó una vieja máquina, más próxima al ronroneo de la madera encorvada por el peso de los libros, para que pudieran continuar con su tarea sisífica.

A los dos días les hice un pedido. Me guardaron un ejemplar que lucía en el escaparate («Ser amigo mío es funesto», el recopilatorio de las cartas entre Joseph Roth y Stefan Zweig que acaba de publicar Acantilado) y les encargué que me buscaran la mejor (y más asequible) traducción de las Metamorfosis de Ovidio. Cuando fui a recogerlos, Alejandra me regaló (sabía que llevaba tiempo queriéndola) la antología Fruta extraña, edición de Nacho Guijarro que reúne poemas españoles sobre jazz. Y durante los demás días que estuve en Sevilla, cada vez que iba al centro me pasaba por Al-Andalus a saludar. Según la hora que fuera, llevaba café o cerveza, boina o bufanda, ganas de hablar y preguntar y comentar lecturas o ganas de callar y de mover las estanterías (son móviles, sí, y pesadas y chirriantes). A veces, para huir de las multitudes navideñas, si había quedado con alguien, lo citaba allí en la librería, y lo esperaba charlando con Guille o Alejandra, buscando tesoros o recitando la Cristíada (si van, pregunten y exijan que alguien recite unos versos de esa obra delirante, como ya empieza a ser tradición entre los amigos idiotas).

Cuando entra un cliente no habitual, pero uno de los que no busca que le hagan fotocopias sino libros, se puede ver en su rostro un gesto de asombro que he descubierto que se repite independientemente de la edad, el sexo, la ropa o las bolsas de compras que lleven colgando. Algunos se hacen los remolones, se dirigen tímidamente al fondo de la librería, dan dos o tres vueltas como si supieran guiarse y, o se pierden irremediablemente, o se dirigen al mostrador y preguntan. A veces, Alejandra, que ya distingue al cliente que va buscando algo en concreto del que simplemente quiere disfrutar de las vistas de los lomos de los libros, pregunta si puede ser de ayuda, sin incomodar. Una vez le preguntaron por T. S. Elliot pero para su dolor no tenía nada suyo. No obstante, sé de primera mano (lo he tocado) que ya sí tienen. La pena le duró a Alejandra lo que tardó en descolgar el teléfono y pelearse con varias distribuidoras para que les trajeran a Elliot, y rápido, aunque ellos tuvieran que asumir los gastos de envío.

El último día que pisé Al-Andalus, antes de volverme a la pérfida Albión, fue el diez de enero, cuando se celebró el LEES 2015, un acto pequeñito, a modo de reinauguración, que reunió a dos libreros (ellos), un editor (Alberto Marina, de Ediciones La Piedra Lunar) y un juntaletras (servidor), a quienes los unía la ciudad de origen (Sevilla) y la amistad. No hablaré de ese acto, intenso, emocionante y alentador, sino de una de las asistentes, que era una vecina de la calle Roldana, que compró dos libros y se fue agradecida de pasar una mañana de sábado diferente, entre libros y lectores y, quién lo diría, a pocos metros de un Burger King y de otras tantas franquicias y cadenas que están ahogando las particularidades de la ciudad. La gratitud de aquella mujer, cliente recuperada para la causa, es el mejor ejemplo de lo que supone visitar y valorar una librería verdaderamente de barrio, y no diré independiente, porque Al-Andalus sí es dependiente: para seguir viva depende de los lectores y, por extensión, de Guille y Alejandra.

Nada extraordinario, la labor de estos dos, pues así debiera ser siempre en un librero. La diferencia está allí y no en estas palabras, sino en sus ganas y en el local, que aunque guarde libros que no están más que allí, también puede traer los que no están, mientras haya alguien con el anhelo de leerlos. Ellos, Alejandra y Guillermo, saben lo que quieren y poco a poco van sabiendo lo que tienen. Esperemos que otros lectores y bibliófilos también vayan descubriendo (y regresando a por más) todo lo que hay y todo lo que habrá en las estanterías de la librería Al-Andalus, en la calle Roldana, en el centro de Sevilla.

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