Seguimos paseando pero abandonamos por ahora los espacios televisivos, los reproductores musicales, las consolas y los videojuegos, nos dirigimos al parque de diversiones, a una feria mexicana, a cualquier plaza del mundo donde se celebre la alegría y el buen humor. Son espacios donde las luces, la pirotecnia, los juegos mecánicos, la comida y el bullicio nos sumergen en una atmósfera festiva, risas y constante movimiento.
Recorremos los pasillos de este parque y nos encontramos por allí, en espacios por lo general limítrofes, atracciones misteriosas y muy frecuentadas. La casa de los espejos por ejemplo, nos invita a duplicarnos y a perdernos en laberínticos caminos. Es una de esas primeras atracciones a donde se ha confinado el horror, donde sensaciones intensas se despiertan en los que se atreven a cruzar sus puertas. Vamos más allá, los invito. La niña águila y la mujer lagarto es uno de mis favoritos y como toda atracción de monstruos humanos, la narración es primordial:
– Cuéntanos Marianita, dile a nuestro público ¿por qué te encuentras así?
– Por desobedecer a mis padres, fui maldecida y condenada a esta condición
Más adelante surgen los Animales fenómenos, también podemos ver La casa del espanto, El palacio del horror incluso El museo de lo extraterrestre, pero no los cansaré con este recorrido, porque más adelante viajaremos más lejos. Por lo pronto establezcamos tres preguntas centrales para continuar con nuestras reflexiones: ¿qué convierte en parte del horror a una manifestación cultural?, ¿por qué este tipo de obras o manifestaciones despiertan interés?, ¿cómo se conforman estos imaginarios en la humanidad entera?
Las preguntas anteriores son profundas y complejas, forman parte de sistemas culturales extensos que requieren de diversas herramientas para ser respondidas, pero nos ayudan a dirigir nuestro paseo, motivan y nos advierten. Más allá de responderlas, nos interesa ilustrarlas, compenetrarlas hasta donde sea posible. Hagamos una pausa de carácter teórico e histórico literario, pensemos en la idea de belleza ampliamente extendida en Occidente, específicamente, la que Aristóteles nos ofrece en el capítulo VI de su Poética:
«La belleza es un problema de tamaño y orden, y por tanto imposible en una criatura insignificante, dado que nuestra percepción deviene indistinta cuando ella se aproxima instantáneamente; o en una criatura de gran tamaño -digamos, mil estadios de largo- ya que en tal caso en lugar de ver el objeto al instante, la unidad y la totalidad de éste se pierde para el observador.»
“Magnitud” y “orden” son dos categorías fáciles de distinguir en los parámetros de todo arte clásico y que nos serán útiles para poder ir definiendo los elementos estético-formales en los que suele operar el horror. Pero aún nos falta otra categoría que nos ayude a comprender por qué el terror gusta y está presente en el arte de todos los tiempos. El mismo Aristóteles nos servirá de ejemplo a propósito de La niña águila, al definirnos por qué el arte en general es una imitación. Encontraremos esta categoría de “Mimesis” en el capítulo IV:
«La imitación es natural para el hombre desde la infancia, y ésta es una de sus ventajas sobre los animales inferiores, pues él es una de las criaturas más imitadoras del mundo, y aprende desde el comienzo por imitación. Y es asimismo o natural para todos regocijarse en tareas de imitación. La verdad de este segundo punto se muestra por la experiencia; aunque los objetos mismos resulten penosos de ver nos deleitamos en contemplar en el arte las representaciones más realistas de ellos, las formas, por ejemplo, de los animales más repulsivos y los cuerpos muertos.»
“Imitación” y “enseñanza”, es lo que permite aparecer lo repulsivo y lo macabro en el arte, ya que de ello aprendemos, no solo los filósofos, los artistas, los intelectuales, sino todos los humanos, y así lo asevera en el mismo capítulo: «La explicación se encuentra en un hecho concreto: aprender algo es el mayor de los placeres no solo para el filósofo, sino también para el resto de la humanidad»
De esta forma podemos ir asimilando tres parámetros constantes en el arte occidental: “magnitud”, “orden” y “mimesis” y un parámetro que me atrevo a definir como de toda la humanidad: “enseñanza”. En conjunto las categorías señaladas vienen ser un contrapunto siempre perceptible cuando de horror hablamos. Pensemos en «El monstruo» como un ejemplo recurrente. La idea de monstruo ya nos remite en sí misma al contrapunto del que hablábamos, pues es una ruptura a la armonía, al orden o a la magnitud. El diccionario de la RAE fija la palabra de la siguiente manera:
monstruo
(Del lat. monstrum, con infl. de monstruoso).
- m. Producción contra el orden regular de la naturaleza.
- m. Ser fantástico que causa espanto.
- m. Cosa excesivamente grande o extraordinaria en cualquier línea.
- m. Persona o cosa muy fea.
- m. Persona muy cruel y perversa.
Podemos unir esta definición a tres grandes obras del horror y de la literatura universal, todas ellas de principios y finales del siglo XIX: Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley, La máquina del tiempo de H.G. Wells y Drácula de Bram Stoker. En cada una de ellas la figura del monstruo es esencial. La bestia se construye a partir de lo abominable, de lo repulso, de lo contranatural y de la enorme capacidad de espanto que genera. El «Prometeo” de Shelley compuesto de distintas partes de cadáveres; mientras que los Morlocks asemejan arañas humanas, tienen ojos de un tamaño anormal y son antropófagos; Drácula es repulsivo, poseedor de una fuerza sobrehumana, su universo está ligado al de atmósferas siniestras y despreciables. De esta forma, aun retrocediendo o avanzando en la historia literaria podríamos fijar una serie de muestras donde el procedimiento formal para generar terror siempre será similar: enormidades (montañas embrujadas, islas malditas, castillos fantasmales, parajes yermos, tierras baldías), monstruosidades, desorden, el ir en contra de las leyes naturales o de Dios, etc.
Pero vayamos hasta Oriente. Les propongo un parque de atracciones, un “Disneyland del horror”. Bienvenidos a Haw Par Villa o Jardín del bálsamo del tigre, un parque temático creado en Singapur en el año de 1937 por los hermanos Aw Boon Haw y Aw Boon Par, de cuyos apellidos viene el nombre actual y que fue creado con la intención de trasmitir y enseñar las tradiciones, la mitología, las leyendas y la cultura china tradicional. Todo en este parque es extraño y singular, pero lo que nos ocupa son los espacios de exhibición donde se representan pasajes populares del Di Yu, el reino de los muertos o el infierno de la mitología china, versión del inframundo, del purgatorio y del Hades grecolatino. Éste es el reino de Yama y en sus diferentes descripciones se le representará como un laberinto o un espacio cavernario donde las almas humanas son purificadas a través del horror y la violencia de la tortura. De esta manera en el Di Yu se mutilará, se cortará, se atravesará su cuerpo, se decapitará, se someterá a torturas crueles a cada pecador para ser liberado de sus culpas y permitirle la reencarnación.
Es inevitable que muchos de ustedes hayan pensado en la Divina Comedia, nuestro clásico del horror y la tortura ante el que cualquier atracción relacionada con el tema es una triste parodia. Es también curioso que el infierno imaginado por Dante sea un cono invertido de espacios laberínticos con círculos concéntricos en el que mientras más se realiza la catábasis más nos acercamos a la nada, a la ruina y a la destrucción total que representa el demonio de este inframundo.
Estos espacios sagrados nos permiten hacer un descanso en nuestro paseo para reflexionar en la relación intrínseca entre lo sagrado y el horror. El pensador inglés Terry Eagleton nos habla al respecto en su Terror Santo. Nos reafirmará que el terror y el horror son tan antiguos y acompañan a la humanidad desde el tiempo primigenio. Los humanos han venido desollándose y masacrándose entre sí desde el principio de los tiempos nos dice, para agregar: «Arrancarle a alguien la cabeza en nombre de Alá misericordioso o quemar niños vivos a niños árabes por la causa de la democracia no tiene nada particularmente de santo. Sin embargo, no se puede comprender la idea de terror sin comprender también este curioso doble filo. El terror nace como idea religiosa, que es lo que continúa siendo en realidad hoy día gran parte del terrorismo (yo llamaría horrorismo); y la religión se ocupa por entero de capacidades profundamente ambivalentes que son al mismo tiempo arrebatadoras y aniquilidoras.»
Instalados en la idea del horror y su relación con lo sagrado nos permite contemplar la gran variedad iconográfica occidental y oriental de esta índole:









Continuando nuestro paseo hacia el oriente, es muy importante la opinión del célebre historiador del arte japonés Shuichi Kato, quien en el documental Japón el espíritu y la forma nos explica que el horror en el arte coincide siempre con realidades sociales terribles de cada época, etapas de crisis que permiten que lo cruento se manifieste como una búsqueda de explicaciones a estas realidades insoportables. Tal es el caso del Festival Ekin donde se exhiben imágenes sangrientas que recuerdan estas épocas y realidades de las que nos explica Kato.
Regresemos a occidente con un cuento para niños, un tipo de historias antiguas que sabemos no fueron narraciones infantiles hasta que el clasicismo y la ilustración los civilizaran para erradicar la esencia horrorosa de su pasado mítico. Usemos Caperucita roja, un cuento conocido por todos, pero no la versión de Perrault en sus Cuentos de mamá Oca, sino una versión aún más ligada a su origen donde lo abyecto y lo escatológico se manifiestan como ingredientes indispensables. El folclorista francés Paul Delaure nos propone esta versión:
«Mientras tanto, el hombre lobo llegó a la casa de la abuela, la mató y puso un poco de su carne en la despensa y una botella de su sangre en el estante. La niña llegó y llamó a la puerta. -Empuja -dijo el bzou -está cerrada con paja mojada. -Buenos días, abuelita. Te traigo una hogaza calentita y una botella de leche. -Ponlo en la despensa, mi niña. Coge la carne que está allí, y bebe de la botella de vino que hay sobre el estante.
Mientras ella comía, un pequeño gato decía: ¡Que puerca! Se come la carne de su abuela y se bebe su sangre.
-Desvístete, mi niña -dijo el hombre lobo -y échate aquí, junto a mí. -¿Dónde dejo el delantal? -Tíralo al fuego, mi niña, ya no te va a hacer ninguna falta.
-¡Oh abuelita, me he puesto mala! Déjame salir. -Mejor háztelo en la cama, mi niña. -Ay, no, abuelita, quiero ir fuera. -De acuerdo, pero no tardes mucho. El bzou le ató un cordón de lana al pie y la dejó salir. Cuando la niña estuvo fuera, ató el cordón a un ciruelo que había en el jardín. El hombre lobo se impacientó y dijo: -¿Estás haciendo mucho? ¿estás cagando? Cuando vio que no le respondía nadie, salió de la cama de un salto y vio que la niña había escapado. La siguió pero llegó a su casa justo cuando ella cerraba la puerta tras de sí, poniéndose a salvo.»
En esta cruda versión podemos visualizar la necesidad del horror en el cuento tradicional y ancestral que fungía como un transmisor de conocimientos y una alerta continua para los integrantes de las tribus o los clanes de los peligros que acechaban a los alrededores, sobre todo para los más jóvenes a quienes había que proteger para la continuidad del grupo.
Nuestro paseo casi termina, no deseo alargarlo más por el momento. Solo nos quedan algunas consideraciones que nos ayuden a cerrar la primera parte de esta caminata y que configuren la pertinencia del horror como temas de reflexión estética. El miedo o el terror se pueden gestar perfectamente desde el extrañamiento propio de lo fantástico, pero el horror puede generarse no solo desde lo fantástico sino desde el relato mítico literario, desde el cuento maravilloso tradicional, desde la leyenda o el relato macabro medieval, desde el realismo o el naturalismo de finales del siglo XIX, desde los relatos de guerra, desde la narrativa de la Revolución Mexicana, desde el esperpento de Valle-Inclán o el Imbuchonismo, desde un filme surrealista de Buñuel, desde la ciencia ficción, desde las paradojas denunciadas por la posmodernidad con respecto a la razón instrumental, desde las teorías del cuerpo posthumano, desde las teorías del monstruo, de lo abyecto o desde el concepto filosófico y estético de Bataille de heterogeneidad o desde cualquier muestra artística (accionismo vienés, Marina Abramovic, Joel-Peter Witkin, Frida Kahlo, David Nebreda, Jake y Dinos Chapman) que nos asome y nos confronte con lo horrible que será esencialmente lo atroz, lo monstruoso, la enormidad de un acto o una imagen capaz de causarnos un sensación intensa, espantosa, terrible y horrible.
En esta idea central podemos comprender que los artistas que han recurrido al horror como elemento creativo, han asimilado perceptivamente la idea de que el terror genera reflexión, testimonio y aprendizaje. El horror puede generar un pensamiento que supere la idea de entretenimiento en el que tradicionalmente se le encasilla para ir hasta la profundidad de la verdadera experiencia estética, que implicaría reagrupar elementos disgregados del hecho o acto estético, los valores como la justicia, la bondad, la belleza y la sabiduría o elementos necesarios del hecho literario, que tanto positivismo (historia literaria) y antipositivismo (teoricismo) no han podido integrar a cabalidad, es decir, la conciliación entre la intentio autoris, la intentio operis y la intentio lectoris.
Como hemos señalado, nuestro imaginario colectivo y el capital estético se han empobrecido, no por falta de recursos artísticos, sino por la pérdida de un enfoque valorativo hacia una manifestación poética tan primigenia y natural al hombre, ya que el horror es un nudo conceptual que ata no solo el aspecto señalado sino que se enraíza en los orígenes de la humanidad (los primeros relatos maravillosos que Lovecraft llama «estados preternaturales»). Así, el horror podría entenderse y revalorarse como un sentimiento, profundamente humano y que en lo estético (como señala José Antonio Pulido en su ensayo, El horror: un motivo literario en el cuento latinoamericano y del Caribe) establecerá conexiones con lo religioso, lo político, lo social, lo afectivo, lo psicológico, lo científico y lo literario, como un sentimiento natural parecido al odio o el amor.
Susan Sontag en su célebre ensayo Ante el dolor de los demás, nos narra cierta ocasión en que un abogado le hace a Virginia Woolf la pregunta: ¿cómo se habría de evitar la guerra en su opinión? Sontag nos refiere que la escritora inglesa le propone mirar unas fotografías de guerra.
Aquellas instantáneas eran imágenes que el gobierno español había enviado a la comunidad internacional y la descripción de ellas por parte de la escritora es horrible:
«En el montón de esta mañana, hay una fotografía de lo que puede ser el cuerpo de un hombre, o de una mujer: está tan mutilado que también pudiera ser el cuerpo de un cerdo. Pero éstos son ciertamente niños muertos, y esto otro, sin duda, la sección vertical de una casa. Una bomba ha derribado un lado; todavía hay una jaula de pájaro colgando en lo que probablemente fue la sala de ésta»
Señala algo en lo que todos deberíamos coincidir, la guerra rasga, desgarra, rompe, destripa, abrasa, desmembra y arruina. Si pensamos que especular sobre el horror es algo enfermizo, les pido leer y meditar esta última reflexión estética de Sontag con respecto al horror provocado por la desgracia humana: «No condolerse con estas fotos, no retraerse ante ellas, no afanarse en abolir lo que causa semejante estrago, carnicería semejante: para Woolf ésas serían las reacciones de un monstruo moral.» Y afirma: «…no somos monstruos, somos integrantes de la clase instruida. Nuestro fallo es de imaginación, de empatía: no hemos sido capaces de tener presente esa realidad.»
Para concluir dedico este artículo al dolor de México, mi país, que por más que el Gobierno intente negarlo vive una guerra. Así lo hemos vivido quienes hemos estado en ella, entre las calles llenas de cruces mortuorias, cadáveres, balas, sangre, cuerpos mutilados o desmembrados y fosas clandestinas llenas de cadáveres. Hemos sentido el miedo y el terror convertirse en horror, donde la imaginación no tiene cabida y todo se expresa en una realidad desmesurada y claramente visible. La última realidad visible de esto es la palabra: Ayotzinapa, y sus 43 vidas destruidas no por el horror estético, sino por el horror real.