Este mes se ha estado representando, en el espacio labruc de Madrid, una obra de teatro de la compañía 1985 titulada Los años de la virtud. Aún queda una última representación: el sábado 25, a las 20:30 de la tarde. Creo que la obra y el grupo que le ha sabido dar forma son lo suficientemente válidos, interesantes y novedosos por sí mismos como para que yo venga ahora a recomendarlos; por otro lado, la recomendación, aunque implícita, no es el tema central de este artículo, así que dense por avisados: si no van y la obra no vuelve a representarse, ustedes se la habrán perdido miserablemente. Y ahora aclaro: yo no he visto la obra. En directo, quiero decir. Me es imposible ir a verla, a mi pesar, a no ser que alguien me pague un billete de avión de ida y vuelta que supera con creces mi actual sueldo. Sin embargo, sí la he leído, la he visto completa en vídeo, varias veces (el tráiler lo tienen aquí), y además la he traducido. De eso quiero escribir, de cómo ha sido traducir Los años de la virtud. Y si la historia de la traducción de un texto teatral y vivo les parece lo suficientemente atractiva, entonces ya les digo que el texto vivo original lo es aún más.
En primer lugar, voy a plantear varias preguntas sobre traducción que no pienso responder, porque, aunque en los círculos de traductores estas están consideradas casi un cliché, nunca está de más hacer reflexionar a todo aquel que haya traducido o quiera traducir y no se haya preguntado ni haya reflexionado acerca de lo que quiere hacer o lo que, en algunos casos, ya ha hecho, para bien o para mal: ¿un traductor es un autor?, ¿el traductor de una obra interpreta el sentido de la misma al traducirla?, ¿se debe traducir una obra literaria a una lengua que no sea la materna?, ¿es lo mismo traducir un texto que un texto teatral o que un texto que no se va a leer en silencio tras una pantalla sino que se va a representar a viva voz?, ¿para ser traductor basta con ser escritor o con saber del tema?, ¿se traducen solo lenguas?, ¿traducir y adaptar son la misma cosa?, y, por último, la pregunta tal vez más tópica: ¿la traducción es una técnica o un arte?
Aunque también sea una dicotomía muy manoseada, en la traducción de teatro se suele hacer la distinción (a veces incluso como si ambas opciones fueran opuestas) entre la traducción de teatro que tiene como objetivo ser leída (ediciones críticas y filológicas, principalmente) y aquella que se realiza para una compañía o representación en concreto (traducciones que no suelen publicarse, aunque haya casos en los que sí se venda la edición escrita en el teatro en el que la obra se representa) y que por lo general viven y mueren con el montaje al que pertenecen de forma inseparable.
En el caso de la traducción de Los años de la virtud, las circunstancias del estreno de la obra fueron las que marcaron el tipo de traducción. Yo la conocía de antes (la había leído, visto en vídeo y, sobre todo, había hablado en varias ocasiones con mi amigo César de Bordons: sobre la obra, sobre su proceso de composición, sobre los ensayos, etcétera), pero un día César me pidió que la tradujera, ya que había sido seleccionada para el ACT FESTIVAL 2014 de Bilbao y necesitaban que la obra estuviera disponible, a través de subtítulos, en español, euskera e inglés, dada la internacionalidad no solo de su público, sino también de su cartel. Tenían cierta urgencia, por lo que, como yo ya conocía la obra, César pensó que sería una buena idea que yo la tradujera al inglés. Y ya ahí vino el primer problema: mi lengua materna no es el inglés y traduzco del inglés, no al inglés. Por tanto, no me sentía con la capacidad estética, ni con el suficiente manejo en inglés de algo tan abstracto como es la naturalidad, como para trasladar con éxito la complejidad interpretativa y poética de Los años de la virtud a un idioma que no era el mío y pese a todo conseguir mantener la mayoría de los niveles de lectura que el texto original expone y guarda, muestra y esconde, y a veces tan solo sugiere. En ese mismo momento, le extendí a César mis dudas al respecto y él me respondió que aunque comprendía lo que le decía, por otro lado no tenían tiempo para demorarse en explicarle a un hipotético traductor de inglés nativo los sentidos e intenciones de la obra, así como su funcionamiento, aspectos que yo sí conocía por haberlos discutido con su autor. Finalmente, acordamos hacer una traducción colaborativa (por algo el teatro es colaboración, aunque en demasiadas ocasiones algunos nombres acaben eclipsando el trabajo de tantos) y me puse en contacto, a través de una amiga en común, con Vivienne Heather Roche, irlandesa y traductora de español, que estuvo encantada de participar en la traducción, sobre todo modificando los sucesivos borradores para hacerlos lo más sonoros, impactantes y complejos que el inglés permitiera. Por otro lado, nunca fue un texto completo del todo hasta que me llegó a mí, porque a través de los ensayos, la dirección y la participación (en todo su sentido) de los actores, este fue cambiando, adaptándose, traduciéndose incluso en su propio lenguaje. Por lo tanto, la llegada de dos traductores de pares de lenguas opuestos al equipo fue algo natural al proceso que se había llevado hasta entonces y seguramente la mejor de las opciones. Traducir no es estar solo y menos aún con un texto que otros mantienen vivo. Y ni siquiera con la traducción un texto como este llega a fijarse totalmente.
El segundo problema vino de la multiplicidad de medios de los que se sirve la obra para transmitir su texto, pese a su brevedad. Además del diálogo de los personajes (Juan y Adrián), mientras transcurre la acción se proyectan primero una serie de frases, aparentemente inconexas, que parecen formar un poema visual y sonoro (aunque silencioso) y que modifican la percepción de la escena; y después se proyectan una serie de preguntas que apelan directamente al público, haciéndolo partícipe de la acción, aunque no desvelaré cómo.
Las primeras frases las tomamos como si fueran un poema, exactamente. En la traducción quisimos que prevaleciera el significado que más sentido tenía según lo que ocurriera en el escenario y que estos significados se sincronizaran con los movimientos de los personajes, como si fueran unos comentarios críticos (y crípticos) a la acción de la obra o, en un símil más traductor, unos subtítulos. Finalmente, en el estreno en Bilbao de Los años de la virtud las traducciones al euskera y al inglés se proyectaron a la vez que el texto original en español, una bajo la otra, universalizando el mensaje, creando una especie de poema en edición viva trilingüe.
Aparte de la dificultad poética y sonora y de los posibles cambios de significado de las frases según en qué momento se estuvieran proyectando, no nos encontramos con problemas distintos a los de cualquier traducción literaria. Un ejemplo muy claro: la polisemia tortuosa de un verso como el que sigue: «El arco nos acoge». Las preguntas posteriores, dirigidas descaradamente al público, sí complicaron algo más las cosas. Para muestra, algunas de las que se proyectan en la obra:
«¿A alguien le han dado placer en los baños del colegio?»
«¿Cuántos habéis deseado a vuestro mejor amigo de la infancia?»
«¿A quién le resulta atractiva la sangre?»
«¿Quién hizo la comunión por los regalos?»
«¿Alguien se lo ha hecho encima de camino a casa?»
«¿Quiénes se han roto la mano por dar un puñetazo a la pared?»
Los retos principales en esta parte de la traducción fueron mantener la naturalidad, por supuesto; conseguir transmitir la sensación de invasión directa de la privacidad que sufre el público cuando empiezan a proyectarse estas imágenes, que ocurren mientras en el escenario pasan cosas (corpóreas, tabúes, físicas) que acentúan la sensación de incomodidad; intentar que en la traducción la formulación de las preguntas sea tan variada como en el original (en la muestra de arriba se pueden contar seis formas distintas de preguntar) para que el público lector no se aburra y no deje de leer y de sentirse preguntado, interrogado, apabullado, rodeado de sus semejantes.
El tercer problema fue la intertextualidad de la pieza, que tiene infinitas ramificaciones y que se muestra principalmente en los diálogos. Por ejemplo:
ADRIÁN. Cada vez tu casa está más alta.
JUAN. No se ven las ventanas de tu cuarto.
ADRIÁN. Es un prado que nadie conoce.
JUAN. Buenos son tus amores más que el vino.
ADRIÁN. A la yegua mía te comparo.
JUAN. La viña no guardé.
ADRIÁN. Cercillos de oro esmaltados en plata.
JUAN. Enséñame dónde apacientas.
ADRIÁN. ¡Cuán hermosa…, tus ojos de paloma!
JUAN. Mi lecho florido.
ADRIÁN. En su reposo…
JUAN. ¡Techo de ciprés!
O una frase que los personajes repiten en varias ocasiones y que sirve como salto temático o interrupción florida del diálogo y que además mezcla la referencia poética con una expresión vulgar, enfatizando la imposibilidad de la mezcla:
JUAN. Ya ves; pasó la lluvia y el invierno fuese.
Los años de la virtud se apropia de algunos fragmentos de la célebre versión (o traducción) del Cantar de los cantares de Fray Luis de León y los inserta en los diálogos de los personajes. El espíritu sensual, casi carnal, especialmente místico de esta versión del Cantar encaja en la exuberancia juvenil y naif de los diálogos más extensos de Los años de la virtud. Por otro lado, la historia de la condena que sufrió Fray Luis de León por su traducción de los Cantares de alguna manera altera e inspira la historia de lo prohibido que se enseña en Los años de la virtud. Algunos de estos versos, en boca de Juan y Adrián, adquieren un significado mucho más afectado que, suponemos, en el original:
JUAN. Que nuestra viña está en cierne.
ADRIÁN. Huerto cercado y fuente sellada.
Estamos, por lo tanto, ante la traducción de la interpretación de una traducción. Es decir, teníamos que traducir la interpretación que César de Bordons, José Velasco y la compañía al completo hacían de una traducción (o versión) al español de Fray Luis de León de un texto de la Biblia en hebreo. Y en nuestra traducción al inglés debía notarse todo eso: el carácter poético distintivo de los fragmentos: la extraña mezcla que componían con el resto de frases, que no eran versos originales sino citas en muchas ocasiones manipuladas; su hermosura descontextualizada; su sentido en el escenario y en consonancia con la acción; su sonoridad; etcétera.
En primer lugar tradujimos al inglés estas referencias directamente de la traducción de Fray Luis de León. El resultado, como es evidente, fue atroz. Así que, finalmente, tras muchas horas de lectura, decidimos que para nuestra traducción no nos serviríamos exclusivamente de una única traducción canónica de la Biblia al inglés, como pueda ser la del rey James, sino que más bien tomaríamos y modificaríamos, como así hicimos, aquellas traducciones al inglés de los versículos que mejor encajaran en lo que buscábamos. Las versiones que más nos inspiraron, por su lenguaje añejo y su extraña sonoridad y sintaxis, fueron las que se conocen como las versiones bíblicas de Wycliffe. ¿Es ético utilizar y manipular la traducción de otro? ¿Es traducir una apropiación? En este caso, sí, y creo que acertamos haciéndolo.
Una vez terminada la traducción y unidas todas sus partes, Vivienne le dio varios repasos. Leímos la traducción en voz alta una y otra vez, pulimos la sonoridad, evitamos las cacofonías, ajustamos el ritmo de los diálogos y se la enviamos a César, quien junto con José serían los encargados de sincronizar texto y acción, traducción y original. Y ya está, ahí acabó la implicación de los traductores, aunque después de entrar tanto en el texto, ya me siento vinculado a la obra para siempre, aunque aún no haya podido disfrutar de ella en directo.
El día del estreno, por la mañana, empecé a recibir llamadas al móvil mientras conducía. Intenté buscar un sitio para aparcar, en hora punta, en el centro de Sevilla. Creo que mi móvil llegó a sonar unas doce veces antes de que pudiera dejar el coche apartado en cualquier lado y descolgar. Era César, estaban montando el escenario y comprobando que todo (luces, sonido, proyección) estuviera bien. Y mientras trabajaban, de repente, algo en la traducción en inglés, una frase, una pregunta, una negación, no les sonó bien. Aún estábamos a tiempo de cambiarla, me dijo, pero había que hacerlo ya. Tras unos segundos de pánico, sin acceso a un diccionario, sin poder contactar con Vivienne, respiré hondo, volví a releer la frase que César me mandó a través de una fotografía por Whatsapp, suspiré y le convencí de que todo estaba bien, de que creía que no había ningún error. No recuerdo si le sugerí algún cambio, por si no terminaba de quedarse tranquilo. Les deseé mucha mierda, colgué y, en la soledad del coche, me maldije una y otra vez por haber aceptado un encargo de traducción inversa. Mi nombre aparecía en los créditos de la obra. Qué cosas, que los traductores aparezcan junto a los autores y los directores, ¿no? Sin embargo, volvería a repetir, volvería a leerme más de diez versiones del Cantar de los cantares en inglés para elegir la más adecuada, volvería a traducir teatro, sí, sin ninguna duda. Y lo hice, pero eso es otra historia.
Texto de Miguel Cisneros Perales.