Esta adaptación se estrenó en Praga, en el año 2001, dos días antes de que ocurrieran los atentados contra las Torres Gemelas, cuya caída cambió el mundo en algo por lo que Deleuze se hubiera suicidado por segunda vez, sobre todo en lo que respecta al nuevo control de masas, a la sociedad del miedo, a la prima de riesgo y a esas otras psicopatías del mundo occidental.
La adaptación solo conoció cinco largas representaciones divididas en dos semanas. La poca afluencia de público y de crítica (que no recibieron bien el extravagante montaje de la obra) y el desprecio del mundo académico, así como la muerte del director, atropellado por un tranvía, y su excesiva duración, que alcanzaba las cinco horas, acabaron con las representaciones subsiguientes. El proyecto no se ha vuelto a retomar hasta la fecha. Sin embargo, en la videoteca de la RESAD en Madrid se conserva una grabación oficial incompleta, de unos veinte minutos de duración, que se envió a diversos centros teatrales europeos con el objetivo de buscar financiación y apoyo institucional. La cinta muestra las piezas breves de unas pocas letras del abecedario de Deleuze (basado en la famosa entrevista emitida post mortem auctoris por la televisión francesa). En concreto, se representan escenas y fragmentos de las letras A, D y W, que comentaremos brevemente a continuación:
A de Animal: Escenas borrosas de niños gritando y corriendo hasta que la cámara se asienta. Lo que vemos a continuación parece una adaptación de El señor de las moscas, de William Golding, lo que relacionaría esta letra con la N del famoso abecedario original, que se refería a los niños, aunque esta adaptación no es comparable, ni en intenciones ni en ambiciones o resultados, con la magistral versión de Peter Brook. También podría considerarse un ensayo infantil de Rebelión en la granja, como algunos críticos han referenciado.
La grabación suena entrecortada y el estado de la cinta impide un juicio lógico de la escena, que parece seleccionada azarosamente. Los niños se rebelan entre sí contra su carácter domesticado, al perder el referente adulto o familiar en el escenario, ante el que están solos. El escenario resulta desagradable; más que salvaje, repugnante. Más que natural, animal. Y en ese nuevo mundo, sin control, los niños actores acaban formando el territorio teatral, artístico, del espectáculo que parece que va a acoger al resto de letras del abecedario.
D de Deseo: En escena una pareja. El decorado es futurista, muy aséptico, como el diseño de un novísimo gadget tecnológico a punto de inundar el mercado. Los silencios son elipsis del pensamiento arbitrario. Y el deseo de la escena, un pequeño malentendido.
─No me gusta hablar ─dice uno de los personajes en un momento dado de silencio atroz─, pero te deseo y creo que lo sabes. Desear es construir mundos.
─Más bien de agenciar es lo que tú quieres, ¿no? ─le responde el otro, empujándolo a un nuevo abismo sin palabras.
Esta letra D también entronca con la F de Fidelidad, de la que no aparecen ni unos segundos de grabación y de la que no sé nada.
Y por último, mientras corren los créditos técnicos de la grabación, se proyectan segundos y fotogramas a un ritmo endiablado, como si de un tráiler se tratara, de la letra W, correspondiente a Wittgenstein. Un jardinero por acá, una escena en las trincheras y lo que parece una entrevista o un monólogo del filósofo, caracterizado como Woody Allen en la película Toma el dinero y corre.
La maté porque era mía, dice Wittgenstein sentado junto a una tomatera, mientras revisa (otra vez) el Tractatus y se queja amargamente del ruido. No me condenéis por quien fui, sino por quienes me siguieron, dice después, encogido de hombros, a la vez que terminan los créditos y se detiene la cinta.
Quizás el teatro en sí es ya un escenario anti-deleuziano como institución autoritaria donde la crítica y el público limitan a un mismo patrón la representación por parte de los actores, que estrenan al fin y al cabo una rutina y que, por muy experimental que sea, sigue siendo una limitación en tanto que hasta la improvisación está pactada y asumida de antemano. Cada cambio en cada representación subsiguiente no es más que limaduras sueltas de una adaptación de una rutina. En el caso de El abecedario teatral de Gilles Deleuze nos enfrentamos propiamente a una triple adaptación: la rutinaria de la compañía que se adapta a sí misma en cada representación, la de las obras que refieren las letras (por ejemplo El señor de las moscas en la A o el Tractatus en la W) y la adaptación del programa televisivo del que toma título la obra. Y además, si nos ponemos estupendos, una cuarta y quinta e incluso sexta adaptación y así hasta llegar al límite de lo finito: la adaptación deformada del propio pensamiento de Deleuze o de la interpretación que se hace del mismo por esta misma reseña (totalmente desviada, dados los patrones) que ahora acaba y cuyas lecturas son a su vez nuevas y diferentes adaptaciones según cada lector y tiempo.
Texto de Miguel Cisneros Perales