NOTA: El autor de este relato sugiere que el texto sea leído, al menos, dos veces: una primera mientras suena Trois Gymnopédies, de Eric Satie, y una segunda con Time is running out, de Muse. Pinchen sobre sus títulos para escuchar las obras mencionadas en Youtube.
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Michel volvió a subir el volumen una vez más. Su centenario oído no toleraba tonos suaves. Las arrugas que le circundaban los ojos solo se agitaban escuchando Trois Gymnopedies, siempre un poquito más fuerte. Al exterior, esa mirada grisácea sugería camisa desabrochada, carrusel deportivo y, sobre todo, ventilador. Al interior, aquel viejo no lo era y Eric Satie parecía guitarrearle el rock de su existencia. His time will never run out.
«Vivir es la costumbre de ir muriendo» había pintado con rotulador en la pared de su habitación. La 214. Dentro de poco vendrían a limpiar y le reprenderían por ello. Entonces, subiría la música. La enfermera resoplaría quejumbrosa. Él miraría por la ventana, así como lloriqueando por dentro, harto de que el narrador pensara por él en condicional. En cualquier caso, detestaba ser reprochado por la joven asistenta. Había semanas que era el único rostro al que saludaba de buena gana. Por eso le dolía tanto ver a Alina disgustada.
El resto de las personas no eran verdaderamente saludadas. Los lunes, a su hijo menor, apenas le sonreía. Los jueves, a su exmujer, acaso un buenos días vespertino. Ciertamente abandonado, las visitas no constituían sino la afirmación de su extranjería, el sellado de su pasaporte de anciano en el mundo postmoderno. Sus compañeros de celda no habían experimentado ni la mitad de sensaciones que Michel, quien residió en más países que todos ellos juntos. Aunque no los culpaba, tampoco podía saludarles con algo más que un leve guiño compasivo.
Sin embargo, bajo la aparente rutina, su vida en la residencia se sacudía de undía para otro. El desayuno de las ocho y cuarto era precedido de un sueño narcótico o una abrupta pesadilla, donde se agitaban las esperanzas, los estudios y las metralletas de todo un siglo. Al almuerzo de las dos y media le esperaba una digestiva reflexión sobre la existencia humana. La filosofía presocrática acostumbraba a acompañarlo durante ese tiempo. Cada tarde, además, recordaba versos de un continente distinto. Hace poco recordó pasajes enteros de un emancipador colonial africano. Por la noche, bien combinaba el argumento de dos novelas temáticamente antagónicas, bien escribía en las paredes de su pièce.
A petición suya, la dirección del centro, en un esfuerzo por satisfacer las necesidades de su cliente, se comprometió a contratar un conferenciante cada mes. Como es de imaginar, estos ponentes ocasionales eran saludados efusivamente por el viejo. Muchos no daban la talla ni para impartir clases en bachillerato pero, felizmente, el semblante de Michel se iluminaba todos los 12, especialmente cuando la charla-debate abordaba la filosofía de la historia. Aquello duró poco más que medio año. Por Navidad, el centro retiró la financiación a una actividad aprovechada por un exiguo porcentaje del edificio. No era ni cabal ni racional seguir pagando a aquellos jóvenes voluntarios cuando el grueso de los abuelos se amontonaba en una sala frente a la televisión. No obstante, alguno de estos muchachos se ofreció a hacerlo gratuitamente, cosa que la dirección terminó declinando.
El clima de las conferencias es de esperar. Jean-Paul, el pedante compañero de fatigas de Michel, repetía alargadas intervenciones vacías que interrumpían al experto cada vez que este tomaba aliento. Marine, en cambio, completaba el aforo de la calurosa sala sin escuchar una sola palabra. Simplemente, miraba tras el cristal de sus gafas la cara extasiada de nuestro protagonista, así como regocijándose de ese disfrute ajeno tan incomprensible. Este, mientras tanto, sin prestar demasiada atención al discurso del ponente, solía absorber la energía de aquellos jovenzuelos, aún no presas de la losa de la vejez.
El anciano volvió a subir el volumen. Lo peor de cumplir años, meditaba, viene de parte de aquel que te mira, que te narra, como centenario vejestorio. Una lápida ósea chocheante. Hay etapas en la vida como de la historia, verdad que ningún conferenciante habíase atrevido a aseverar. 18, mayoría de edad; 1789, historia contemporánea. ¿Naciste en 1899? Una pena, te criaste víctima de la crisis finisecular, sufriste como exiliado en la Gran Guerra, emigraste a Estados Unidos para importar vino itálico, especulaste, te suicidaste un jueves negro, resucitaste para participar en el D Day, temías una III Guerra Mundial durante la Guerra Fría y asumiste el capitalismo como único sistema viable aquel noviembre, tras el derribo del pladur de Berlín.
Michel bajó el volumen. El piano se oía levemente. El narrador se arrepentía de haberle prejuzgado. El viejo pudo haber triunfado años atrás, eso él no lo sabía. El presuntuoso cronista, profeta del revés, construía la historia fijando la mirada en una habitación 214 de cuyo inquilino desconocía el pasado. Alina llamaba a la puerta. Resopló al ver la pintada. Aunque fue advertida de que se trataba de un hermoso verso de Jaime Ferrán, la joven regañó al viejo, que ya miraba lloroso por la ventana.
– ¿Sabes qué día es hoy?- preguntó Michel, sin girarse.
– ¿Tu cumpleaños?- con voz distante se quiso zanjar la conversación.
– No te olvides de mi vaso de vino a mediodía –replicó el viejo.
–Espero no encontrarme un segundo verso en la pared cuando te lo traiga –dijo Alina mientras se disponía a salir hacia la 216.
No era el cumpleaños de Michel. Tampoco se acordaron de su vaso de vino. 12 de febrero, se cumplían cuatro décadas de la muerte de su cuentista favorito. Nuestro protagonista cada vez se sentía más suyo. En casa tomada, su hogar se redujo con los meses de la residencia entera a su 214. La ventana no lograba mitigar el llanto de una vida de extranjería. ¡Puta guerra! El narrador se arrepiente por la exclamación. Michel lo exculpa. No era fácil desligar al personaje de semejante siglo XX. ¿Dónde queda el sujeto? Jean-Paul se quejaba de dolores de cabeza en el cuarto contiguo, poniendo fin a la reflexión, como si la pregunta le exasperara especialmente. Esa noche, nuestro protagonista tuvo sexo con Marine. O, al menos, eso soñó como antecedente a las galletas de las ocho y cuarto.
La edad no pesaba sobre sus hombros, sino sobre la mente. Etiqueta número uno, sus 114 años atestiguaban su condición de otro respecto al adulto, al preadolescente, al bebé o al cincuentón. No había sitio para ‘una crisis de los 110’. Ni siquiera encontraba cobijo entre los jubilados o los de tercera edad. Su identidad la inventaba en pentagramas franceses o versos catalanes. El fusil y el libro. En ocasiones, lamentaba haber leído más que haber matado. En el siglo pasado, fueron más los que compartieron aflicción u orgullo por su participación en las guerras por la libertad del género humano que aquellos que las narraron.
Sus compañeros de celda poco tenían que charlar con Michel. Acaso, mirar por la ventana juntos y que cada cual viera en la tarde lluviosa una antigua mañana en el frente o un café con la familia. El pobre Jean-Paul empeoraba con el paso del tiempo. Su angustia vital se traducía en soliloquios cada vez más frecuentes. Marine, por su lado, muy guapa, siempre disfrutó de una vida simple. No hablaba más que de sus nietos, los cuales la visitaron algún que otro cumpleaños. El resto, una veintena, conformaban, a ojos de Michel, copias de ambos caracteres. Unos más solos que otros, aquellas 22 almas centenarias se antojaban argamasa para las enfermeras y para sus familiares. En el mejor de los casos, simpaticones reos en el pasillo de la muerte. They can’t push them underground.
– ¿Sabes qué día es hoy? –inquirió el viejo a la nueva cuidadora. Sustituía a una Alina que viajaba durante sus vacaciones de verano.
– ¿Su cumpleaños? –respondió la sustituta.
– ¿Me podría acercar un vaso de vino para la cena?
– Claro. ¿Prefiere bebérselo en la sala de TV junto con sus amigos?
Esa noche llovió como nunca. Lloró como nunca contando las gotas de la ventana descendiendo por su rostro. Se cumplían cuarenta años de la muerte de su filósofo calvito preferido. Se olvidaron del vino. No vio la televisión, ese aparato que mantenía distantes a hombres en la cercanía, reflejo en color de la gris existencia postmoderna, ahora también disponible en alta definición. Un 25 de junio para olvidar. Al menos, esperemos que el sueño antecedente del desayuno evoque selva vietnamita, Monte Casino o brigada internacional.
Michel subió el volumen. Esa noche soñó con Alina y no con la guerra. Se sintió menos foráneo. Las galletas coincidieron con la salida del sol y el cese de la tormenta. No hacía frío. Era lunes, así que levantó algo la mano a la llegada de su hijo menor. Repitió el movimiento a la salida. Marine pasó el almuerzo con él, previo permiso notificado de la dirección del centro. Se rieron mucho mirando por la ventana, cada cual reviviendo el tiempo atrás. Cada uno con sus cosas. No llegaba a ser una televisión, más bien todo lo contrario.
– Señorita, ¿acaso sabe usted qué día es hoy?
– Miércoles, su cumpleaños. Me han advertido en recepción que le acercara esto.
– Hoy se cumplen cien años del hipotético inicio de la Gran Guerra. A eso me refería, pero le agradezco el vaso de vino.
No recibió visita por su 115 aniversario. Al fin y al cabo, no era ni lunes ni jueves. Tampoco sus vecinos de celda se acordaron. Por la tarde, se acostó con Marine como cada 28 de junio. Ese ratito paliaba su melancolía anualmente. Bebió el vino y cenó a las nueve en punto, tal y como recomendaron por megafonía. No era el mejor día para que ocurriera, pero entre los lamentos de Jean-Paul advirtió que Alina había dejado el trabajo. Subió el volumen. En vela, durante la noche escribió un nosequé para nosequién. Cerró la cama y se metió en el sobre para dormir, sin que el panóptico narrador pudiera advertir el contenido de la carta.
Al día siguiente, jueves, su ex mujer colocó en la esquina un par de cajas con recuerdos. Cansado, Michel no cesó de fijar la vista en la ventana a lo largo de la visita. Debía haber perdido el juicio. Tras la austera cena, sus antiguos pasaportes fueron sacados del cartón. Francia, Palestina, Argentina, México, Estados Unidos, Las Marquesas, Costa de Marfil… Ahora disfrutaba de su nacionalidad anciana, sin necesidad de renovar el carné. Todos sus años cruzando fronteras hasta hoy, invitado en ocasiones a la sala de TV. Durante su vida, vio nacer a la Coca-Cola, al bolchevismo, a la seguridad social, a los rascacielos, a la telecomunicación en todas sus ramas. Sin embargo, lo que más sensación le produjo al agrio intelectual fue experimentar el crecimiento del afán por fronterizar, y no solo el territorio. En su misma residencia, entre él y las enfermeras, entre las enfermeras y la dirección del centro, existía un muro más alto que el que tiraron abajo en Berlín. Por eso él era tan suyo.
– ¿Sabes qué día es hoy? –dijo Michel.
– ¿Tu cumpleaños? –dijo alguna.
– 1 de julio. ¿Podrías acercarme un vaso de vino a la merienda? –dijo Michel.
Michel subía el volumen. «De no saber morir, es la costumbre», en la pared, aún sin secar. El viejo digería el almuerzo entretenido trenzando una cuerda desgastada de la caja de su ex mujer. Su estancia en la residencia resumía toda la filosofía de la historia: la efemérica existencia humana, tan efímera como un lunes laborable. Trois Gymnopédies tronaba en la 214 mientras el viejo agarraba el sobre con los dientes, encaramándose en lo alto de una silla. Las siete en punto. Hora de la merienda. 89 años de la muerte de Eric Satie resonando con virulencia. Michel se fue como vino: forastero en una sociedad postmoderna, postguerrasmundiales. Llamaron a la puerta. Al oír que abrían, pateó la silla cayendo al vacío. En su último rostro, la sorpresa de ver que era Alina con un vaso de Rioja quien entraba. En el edificio, argamasa de 21 viejos. En el sobre, una palabra «ENFERMÉRIDE» y, algo más abajo, «I think I’m drowning. Asphyxiated». En el margen del folio, una coplilla que le cantaba su abuelo: «La vida es un frenesí, una ilusión, un trocito de salchichón». El presuntuoso narrador no puede más que reconocer su carencia de certidumbres ante la escena. El siglo XX fue centenario. Todo lo escrito y acaecido era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra. Our time is running out. En la habitación, una hermosa joven enfermera lavando los versos de Michel. El poema quedaba completo:
Vivir es la costumbre de ir muriendo,
de no saber morir. Es la costumbre.
Un pájaro de fuego cuya lumbre
abrasa el alma mientras va cayendo.
Vivir es atender desatendiendo
la llanura por ir hacia la cumbre.
Es inquirir entre la muchedumbre
la senda que se irá desvaneciendo.
Es búsqueda y hallazgo a cada paso
para seguir buscando y encontrando
la misma aurora, el sol, el mismo ocaso.
Es poder descansar sin saber cuándo.
Sin saber. Aquí. Siempre. En cada caso
para seguir muriendo y esperando.
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TOMÁS PUNTAS (1992) cursó estudios de Grado en Humanidades en la Universidad Pablo de Olavide (Sevilla). Algo receloso de la época postindustrial que le ha tocado vivir, agradece, no obstante, poder leer a los pensadores que son hijos de la misma. Lector tanto de novelas de aventuras decimonónicas como de la filosofía del último siglo, dedica el resto de su tiempo a divertirse haciendo deporte y a reír con los suyos y con los todos.
Disfruté muchísimo este relato y el fondo musical. Me tocó el poema y me lo llevo y quedo. Te felicito, celebro tus letras,
Excelente. Quisiera que algún texto de mi autoría se publicara en este buen portal. Saludos.
¡Te esperamos! +info: https://harlanmagazine.com/harlan-co-op/
Listo. Espero que les guste. ¡Saludos!