El Museo Reina Sofía presenta este verano de 2014 como muestra cumbre una retrospectiva del que muchos consideran el padre del Pop Art, Richard Hamilton. Su obra, que ha experimentado un desarrollo muy variado a lo largo de los años, muestra una expresión artística que cuestiona las leyes del marketing y los medios de masas con una originalidad y astucia desbordantes.
Esta crónica propone una conexión en el llamado Paseo del Arte de Madrid entre la casa del arte contemporáneo de la capital y su hermano mayor, el Museo del Prado, donde Hamilton encuentra, a los ojos de la autora, un vínculo sutil pero fulminante con el pintor barroco José de Ribera.
A veces me he preguntado por qué la obsesión del espacio. Esa idea que viene ya dada con su encanto justo, su piedra clave, su bisagra esencial que no cuestionas porque se entrega cargada de sentido sin necesidad de someterla al juicio de la herramienta. Qué escarnio.
Y a veces alguien vuelve a ponerla sobre la mesa y la desnuda delante de ti, con su pulso fiel y certero. Algo así fue lo que sentí cuando subí a Madrid con la idea de pasear por el álbum de exposiciones que se ha presentado este verano en el Reina Sofía.
Lejos queda mi intención de hacer una retrospectiva de esa enormísima impresión de la planta tercera del museo, que no puede llamarse exposición porque cada sala es una idea latiente, y me acomodo más bien en la visión que dan los espacios oníricos de un creador que es ecuación de observador y artífice. Hamilton interviene en el mundo con bisturí (de plástico y alambre como el armazón contemporáneo) y estampa óleo en las fotografías; coloca máscaras a los retratos; despliega tapices en los suelos; llama a mujeres desnudas a sus habitaciones vacías.
Es la mediación del óleo plano que se disuelve en la escena tuya. Una intimidación que provoca a la atención. Y una vez que la mirada se enciende como un interruptor de lámpara de mesa, en el paseo visual todo habla. En la retrospectiva del museo, quizás como guiño hispánico, se parafrasean palabras de Hamilton en torno a cómo cada de detalle del interior del cuadro de Las Meninas “es un testimonio de la historia de España”; los objetos en diálogo.
Después de saciarse uno de novedad, lo clásico vuelve con su lámpara de aceite, que no se apaga. Y el espacio technicolor de Hamilton se vuelve tinieblas que presentan a apóstoles como actores del dolor en la tabla de Ribera, viejo compañero de salas contiguas en El Prado. El monocromo de sus telas es el abrigo de unos rostros en los que el artista ha inyectado de negro punzante los ojos que subyugan. Con sus tiempos y sus armas cada uno genera un código distinto. Pero esos ojos y esos planos te quieren decir lo mismo. “Yo soy el espacio”.
Texto de Ana Correro Humanes