Los demonios extranjeros vienen a reclamar su tributo a la nación japonesa. Este pensamiento podría haberse correspondido a más de un japonés del siglo XIX cuando avistó los impresionantes buques de guerra norteamericanos del comandante Matthew C. Perry en la bahía de Edo, actual Tokio, en 1853. La nación nipona despertaba de un largo letargo de más de dos siglos en los que, bajo el mando del shogunato de Tokugawa, se había estabilizado un régimen cuasi-autárquico con apenas conexiones internacionales. Este peculiar estilo de gobierno del shogunato suponía que una familia, encomendada por el Emperador japonés del momento, abarcará el control del país quedando el poder en las manos de un shogun, una figura parecida a los antiguos válidos del Rey aquí en España o a los vigentes Primeros Ministros de algunas monarquías europeas. Hasta 1853, la xenofobia y el orgullo eran los principales valores de la sociedad japonesa con respecto al mundo que les rodeaba; tan solo los estudiosos de la “ciencia holandesa”, como era llamada la ciencia europea, llegaban a cuestionarse la base que legitimaba al Estado confucionista. El sistema feudal dividido por daimios, señores que regían las diferentes zonas de país nipón; y el gubernamental, basado en el shogunato; hacían que Japón contase con una cierta inmovilidad.
Pero, como ya hemos adelantado, el comandante Perry rompería dicha tranquilidad oriental para obligar a que el gobierno japonés abriera sus puertos al libre comercio con las potencias extranjeras. Todo ello tenía un fondo político y económico bastante comprensible. En plena época de la colonización europea, Estados Unidos se había quedado sin su trozo del pastel tanto en Asia como en África. Era una nación con hambre de nuevas rutas comerciales que conectasen las tierras recién compradas a los españoles en el Pacífico. Por su parte, Japón se había mantenido protegida y desentendida de todo el proceso colonizador por las potencias europeas. El orgullo japonés se veía aumentado a cada noticia procedente de Asia sobre conflictos perdidos por los chinos, como las famosas Guerras del Opio. Por ello, el varapalo que recibieron ante la imposibilidad de rechazar los cañones de la armada estadounidense hirió más su vanidad que los futuros Tratados Desiguales, en los que Japón rompía con su sistema socioeconómico y se veía obligado a adoptar las estructuras económicas extranjeras. Bajo estos Tratados Desiguales, las potencias occidentales se aprovecharon de su poderío militar para persuadir a los países asiáticos y establecer condiciones comerciales que beneficiarían principalmente a la metrópolis, como la imposición de aranceles mínimos.
Ante la irrupción de los extranjeros y las medidas tomadas por estos, el descontento del pueblo japonés comenzó a ser visible y, durante casi una década, se fueron sucedieron las rebeliones y los levantamientos en contra del shogunato por parte de los señores feudales del suroeste de Japón. El lema “Respetad al emperador, expulsad a los barbaros”, se había convertido en un grito de guerra contra el shogunato de Tokugawa y muchos fueron los jóvenes extremistas de linajes samuráis inferiores los que expresaron su ideología xenófoba asesinando a los partidarios occidentales. Las calles de las principales ciudades japonesas eran un hervidero: duelos sin sentido, locales quemados por acoger a occidentales, científicos torturados, compañías de actores asesinados o extorsionados por representar obras de la Antigua Grecia y los Shinsengumi, un cuerpo de policía instaurado a raíz de la entrada de los extranjeros, sin capacidad de actuar para proteger a la población civil. Incrédulamente, el Emperador Komei simpatizaba con estas facciones y comenzó a enfrentarse abiertamente al mismo shogunato; sin embargo, poco sirvió ya que unos años antes del levantamiento de los samuráis insurgentes del suroeste, pereció, en teoría, a causa de un veneno que la misma familia Tokugawa había utilizado en su comida. Con todo ello, llegamos hasta el personaje principal de nuestra historia: Saigo Takamori, el último samurái.
Saigo Takamori fue un importante samurái de familia noble de la región de Satsuma, al sur de Japón, y por supuesto contrario al régimen oligárquico de la familia Tokugawa. La muerte del Emperador Komei fue el gatillo que impulsó a los clanes del sur a tomar armas y salvar al nuevo emperador de ser corrompido, todo ello para dar el esplendor y la gloria que Japón se merecía y que el shogunato estaba mancillando. La Guerra Boshin supuso una transformación espectacular en la manera de batallar de todos los japoneses: decenas de cañones podían sonar al unísono en una tanda que aplastarían a las primeras líneas de soldados con simples wakizashis. Estaba más que claro que cualquiera de los bandos, si querían triunfar, tenían que hacer uso de las nuevas armas y estrategias que habían llegado desde fuera de la isla nipona. Saigo así lo aceptó, aunque no fue fácil convencerle.
Para comprender mejor este cambio de opinión del líder samurái, se hace necesario hablar de quien fuera el primer constitucionalista japonés: Sakamoto Ryoma. Este ilustrado japonés, que años antes fuera un ferviente extremista, igualmente cuenta con una historia peculiar en cuanto a su metamorfosis ideológica. En esta etapa de efervescencia de asesinatos de los partidarios occidentales japoneses, Sakamoto se propuso asesinar a quien iba a ser su sensei, Katsu Kaishu. Sin embargo, segundos antes de perpetrar el crimen, Katsu trató de persuadirlo de que para devolver la grandeza a Japón, los japoneses tendrían que copiar las técnicas y armas de los occidentales para así fortalecerse y renacer, añadiendo inclusive que era por culpa del fanatismo xenófobo de algunos de ellos, lo que estaba provocando que esta modernización se ralentizase. Conmovido por sus palabras, Sakamoto se arrodillaría en frente de Katsu y le diría “Me siento avergonzado de mi fanatismo intolerante y le ruego que me tome como su discípulo”.
Estas mismas teorías serían utilizadas por Sakamoto para persuadir a Saigo Takamori y a sus nobles guerreros, no sólo del uso del nuevo armamento, sino también de la posible implantación de un proyecto parlamentario donde todos los “justos y puros de corazón” pudieran participar. Tristemente, Sakamoto no vería nada de la futura modernización de Japón ya que sería asesinado a las afueras de una taberna de camino a casa por los mismos Shinsengumi, fuerzas de policía leales al shogunato. Finalmente, las Guerras Boshin se decantaron del lado imperial y Saigo se alzaría con la victoria, dando comienzo a una nueva era en Japón a través de la Restauración Meiji.
La caída del shogunato y el retorno del poder a manos del emperador supusieron un reforma en toda la estructura gubernamental del poder. La capital imperial fue trasladada a Tokio y, como en cualquier otra revolución, el objetivo principal fue el de devolver la estabilidad al país con la centralización del poder en el Emperador Meiji. Por aquella época, ya había sido creada una cámara alta compuesta por la nobleza y los samuráis de alto rango que salieron victoriosos de la Guerra Boshin, como sería Saigo Takamori, líder militar de las tropas imperiales. Las transformaciones políticas de esta era Meiji estuvieron marcados por los intentos de Japón de convencer a las potencias extranjeras de la derogación de los Tratados Desiguales. Asimismo, durante esta misma década de 1870, muchos fueron los ilustrados japoneses que trataron de llevar la cultura occidental a los plebeyos; a diferencia que con las ciencias holandesas, los estudiosos tomaron un fuerte interés en temas de leyes, matemáticas, estructuras sociales y políticas y física. Fukuzawa Yukichi, uno de estos ilustrados y amante de la cultura occidental, afirmaba que lo que realmente convertía a un país en potencia no era solo su desarrollo económico, sino también su moral y cultura. Así pues, Fukuzawa y un grupo de intelectuales tomaron la iniciativa de ir expandiendo estos conocimientos a lo largo de todo Japón a través de diferentes debates, mítines y ensayos, al mismo tiempo que trataban de echar por tierra todas las anticuadas costumbres y creencias japonesas. Este movimiento basado en la racionalidad se llamo la Meirokusha.
No obstante, uno de los mayores temores de los samuráis estaba a punto de materializarse a causa de la occidentalización de Japón. El nuevo gobierno imperial iba adoptando nuevas medidas de modernización de su política y economía. Una de las primeras propuestas realizadas fue la abolición de los feudos y de los dominios regidos por daimios que ahora se convertirían en nuevas prefecturas, uniformando así la recaudación de impuestos de la nación y dejando atrás modelos feudalistas. Con la idea de derogar las antiguas leyes, se abolió el estatus hereditario de samurái, se legalizó la ingesta de carne, el calendario lunar japonés se sustituyó por el occidental y, sorprendentemente, se le denegó a los samuráis de casta baja llevar armas por la calle. Igualmente, los samuráis comenzaron a recibir pagas del estado en forma de bonos de deudas públicas con la intención de que estos la invirtieran en las tierras, ahora con carácter de libre comercio, o en la creación de empresas; sin embargo, solo algunos consiguieron realmente estos objetivos, quedándose el resto en bancarrota.
El honor de los samuráis se puso en entredicho al igual que sus posesiones. No hace falta recordar lo importante que resulta el honor para la cultura japonesa que, añadido al orgullo del propio Saigo, fue el caldo de cultivo perfecto para una segunda revuelta pero esta vez contra del reciente gobierno del Emperador Meiji. Así comenzó su última rebelión: la rebelión de Shiroyama. Humillado y rechazado por los mismos que había defendido en la Guerra Boshin, Saigo volvió a su tierra natal para, poco después, levantarse contra el nuevo gobierno corrupto a los designios de las grandes potencias. De poco sirvió por desgracia. Esta vez, Saigo no contaba con tantos fusiles y menos aún con los cañones que antiguamente les había facilitado el Emperador, solo con cientos de voluntarios que aún creían en la buena fe del Emperador y que, sobre todo, guardaban su dignidad en su saya (funda en la que se guardaban las katanas). Encajado en su ancestral yoroi (armadura típica que vestían los samuráis), Saigo desató su furia ante los soldados del gobierno Meiji, no dejando duda alguna del gran guerrero y estratega que una vez había sido. Sin embargo, el honor no es de hierro, ni para balas ni bombardeos, y la revuelta fue aplastada rápidamente por las tropas imperiales dando lugar a un escenario que quedará en la memoria de muchos japoneses, tanto o igual que la mismísima batalla de Gettysburg o el ataque a Pearl Harbor. En la película de El Último Samurái de Edward Zwick, en la que sale Tom Cruise como un aprendiz de Saigo Takamori, aunque bajo otro nombre; vemos una representación cinematográfica de esta batalla de Shiroyama, en la que Saigo fue gravemente herido y derrotado finalmente por las tropas del Emperador.
La leyenda del último samurái aún queda por revelarse ya que nadie sabe a ciencia cierta cómo murió. Unas lenguas dicen que se realizó el seppuku (ritual japonés de suicidio), otros que uno de sus comandantes le cortó la cabeza para mantener su honor. Indudablemente, Saigo Takamori no fue el último samurái que existió en Japón, pero muy seguramente sería el último que defendería los valores y derechos de los samuráis. A pesar de la metamorfosis cultural, los japoneses siguen manteniendo sus tradiciones y su ética y es interesante observar cómo éstos son capaces de adaptarse a nuevas culturas y tecnologías sin perder ni una pizca de su identidad y sin dejarse influir por la primera globalización que se produciría durante el siglo XIX. Pocos son los edificios que conserva Japón para recordar su cultura, ya que para ellos cobran mayor relevancia las propias tradiciones.
Texto de Alejandro Tirado Castro