Nunca me ha gustado especialmente el fútbol, pero lo cierto es que —con el paso de los años— he aprendido a apreciarlo un poco. A una parte de mis amigos les gusta y eso al final te acaba afectando. Aunque sea por ósmosis, la jerga te llega: que si tal entrenador fue a un lugar o a otro, que si tal jugador había “traicionado a sus colores” —a mi eso siempre me había sonado más a política o a impresionismo— o no se había sabido adaptar al “sistema de la liga inglesa” o a “la forma de combinar del calcio” y cosas así.
He aprendido a aguantarlo e incluso a apreciar ciertos partidos, algo que en época de campeonatos nacionales alcanza sus más altas cotas por las connotaciones geopolíticas y sociales que pueden llegar a tener. La imagen de Angela Merkel dando pequeños saltos en el palco de autoridades con un gesto orgásmico mientras su “combinado nacional” le metía cuatro goles al portugués no tiene, sencillamente, precio. Algún periódico remarcó el vínculo irónico —y más allá del mismo— que existía entre este hecho y una crisis que imponía, desde el centro de la Unión Europea, reformas económicas duras a los países mediterráneos.
España fue derrotada en la primera jornada por Holanda, la subcampeona mundial a la que cuatro años antes había vencido en la final. La derrota tenía también sus connotaciones vinculadas a la crisis, pero me quedo con la portada del diario Marca —en su edición digital—. Nada más remachar el último comentario online sobre el partido, titulaba: “Humillación Mundial”, en un juego de palabras bastante obvio. Daba la sensación de que el cielo caía sobre las cabezas de los comentaristas y, de paso, sobre la afición y, por extensión, sobre todo el país. En verdad, se llegaba a traspasar la mera metáfora: al margen de todos los titulares acerca del “declive” la “caída” o la “catástrofe” que se había sufrido a nivel nacional, siempre viene bien una anécdota: poco después de la derrota contra Chile, me encontraba volviendo a casa —por otras razones ajenas al partido— rodeado de varios grupos de distintas edades que volvían cabizbajos a casa. Las banderitas de algunos bares se habían roto ante la prisa por bajar el cierre metálico y, encima, daba la casualidad de que olía a humedad. Se preparaba una tormenta, como en un mal cliché cinematográfico. Sería dantesco si no fuese porque resultaba patético. La explicación es sencilla: los medios de comunicación —no por, primera y, lógicamente, tampoco por última vez— habían planteado la cita mundialista —nótese lo avezado que estoy en la jerga— configurando una cuña en base a tres grandes vértices: la remisión a la épica, la identificación entre jugador de fútbol y héroe mítico —al estilo de Hércules o Jasón— y el cansancio acumulado por la ciudadanía frente a la crisis económica, factor que habría potenciado exponencialmente el cálculo del área de la figura, para lograr un resultado–pantalla ante los desmanes políticos y económicos de nuestros dirigentes que, cuatro años antes, se habían regocijado —también exponencialmente y, en este caso, hasta el infinito— ante la victoria de la selección en el Mundial de Sudáfrica. Cabría recordar que Mariano Rajoy, cuando todavía era líder de la oposición y antes de que España jugase la final, destacó:
“En el improbable supuesto de que [la selección] no ganara, e igual que el PP no tiene la culpa de lo que está pasando ahora en España, tampoco Sara Carbonero tendría la culpa de lo que pasara a la selección”
Las loas y gestos de José Luis Rodríguez Zapatero —en ese momento presidente del gobierno— cuando el equipo regresó victorioso del continente africano se dirigen en el mismo sentido: el fútbol es —algo que puede resultar obvio, pero que de vez en cuando está bien dejar por escrito— un mecanismo de ingeniería cultural perfectamente construido y explotado de forma política, no lógicamente por sí mismo sino por todo el contexto metafórico y visual creado a su alrededor. Del mismo modo que un partido resulta tremendamente soso sin el apoyo de los comentaristas (¿Quién no recuerda los famosos “ra-ta-ta-ta-ta”, onomatopeyas de ametralladora, de Andrés Montes o, en una generación anterior, los comentarios de Matías Prats padre?), una cita de estas características no es nada sin todo el bombardeo mediático del que goza previamente, fanfarria en la que la percusión viene de la mano de la publicidad, fenómeno de plasmación de mitologías y arquetipos por excelencia, perfectamente dirigidos a la psique humana, sin que el raciocinio pueda, muchas veces, terminar de distinguirlos de forma crítica de la maraña visual que nos invade. La publicidad es el asta en la que se inserta el triángulo metálico del que hablábamos más arriba. Y, para muestra, un botón: la campaña publicitaria de Nike previa al mundial y, muy especialmente, la publicidad Risk Everything.
Pongámonos en situación: Zlatan Ibrahimovic, Pirlo, Wayne Rooney, Andrés Iniesta —cuyo gol, por cierto, dio a España el mundial de fútbol— y compañía jugando un partido de “amigos de Cristiano” contra “amigos de Neymar”. Sin embargo, no son ellos los que comienzan el partido de inicio —un toque más de jerga—: dos grupos de adolescentes discuten sobre un campo mal abonado y con desconchones sobre quién tiene derecho a jugar en él. Deciden jugárselo a un partido y, conforme juegan, lanzan al aire los nombres de sus jugadores favoritos, convirtiéndose automáticamente en ellos mismos. Estrategia de apropiación de tono naíf muy vinculada al juego infantil, que tiene mucho de la avatarización que proporciona por defecto el lenguaje del videojuego: conforme vemos el anuncio da la sensación de que nos encontramos jugando a un simulador de fútbol tipo FIFA o Pro Evolution Soccer. Hay momentos que casi parecen reproducir productos de este estilo: cuando el estadio se va construyendo alrededor de dos jugadores mientras la cámara pivota en torno a ellos parece que nos encontremos ante la presentación de una creación de Konami. Este fenómeno de carácter intermedial potencia la fuerza del spot y lo hace más aprehensible por el público. El vértice heroico habría quedado perfectamente definido gracias a este hecho pero, por si no quedaba lo suficientemente claro, se potencia al final cuando, al filo del final del partido, con la práctica totalidad de los adolescentes originales reconvertidos en sus ídolos deportivos, se produce un penalti decisivo que recae en la figura de Cristiano Ronaldo. Sin embargo, un adolescente que todavía no ha elegido a ningún jugador y que conserva su cuerpo original se dispone a lanzarlo y, contra todo pronóstico, lo introduce entre los tres palos. Épica final acompañada por la música concebida por Miss Alissa, que termina con un “You gonna feel my power”. La avatarización se lleva más allá: no es necesario ser ninguna figura, porque la figura puede ser uno mismo. No es necesario revelarse desde las clases desfavorecidas contra el poder ¿para qué?: el fútbol, la publicidad ligada al fenómeno, configura una gran mentira lanzada con una frialdad elocuente en sí misma: todos somos héroes a nuestra manera así que ¿por qué esforzarnos en cambiar nada?
Recordemos que los jugadores iban a esforzarse en el Mundial de Brasil tanto como el resto del país según la última campaña de Movistar. El conjunto de spots derivaban de otra campaña anterior en la que los jugadores, recientes ganadores del Mundial de Sudáfrica, aplaudían a ilustres representantes de la clase media española. La estrategia de seducción y deificación del público es obvia: en España hay muchos héroes y, lo que debemos hacer, es comportarnos todos correctamente —como los jugadores de fútbol— sin molestar, trabajando igual que ellos. Como dije arriba, sería dantesco si no fuese porque resulta patético. Pero —sobre el caso concreto de España ya hablaremos otro día— de momento, seguimos en tiempo de mundial. Y la selección vuelve a casa. Pero tranquilos: aun así tendremos fanfarria política para rato. Y hace un momento he visto un spot de Cruzcampo en el que se exaltaba el “corazón” de España. Los timbales están a punto.
Imagen de portada por AFP PHOTO / DAMIEN MEYER
Texto de Julio Andrés Gracia