Il faut tenter de vivre! («El viento se levanta», de Hayao Miyazaki)

Cuando uno se enfrenta cara a cara con la obra completa de un artista no se pueden dejar de lado ciertas conexiones que realiza nuestro cerebro. En muchos casos esas conexiones están basadas en las propias inspiraciones de los autores, confirmadas por ellos mismos, en otros casos (quizás los más) somos nosotros como espectadores y estudiosos los que las relacionamos inconscientemente. La figura de Hayao Miyazaki, un peso pesado de la animación japonesa, puede ser relacionada con muchos otros gigantes del arte. Unos dirán que puede medirse con el dios del Manga, Osamu Tezuka, otros le equiparan al Emperador del cine, Akira Kurosawa (incluso ellos mismos tuvieron una buena relación). Algunos lo comparan, a nivel empresarial y creativo, con Walt Disney, ya que ambos lograron levantar (aunque nunca en solitario, ya que en este caso no podemos dejar de lado a Takahaka y Suzuki) dos de las empresas más poderosas en cuanto a animación se trata. Para unos pocos, quizás la figura de Miyazaki pueda relacionarse con uno de los mayores pintores que ha dado España, Diego de Velázquez. Es en este último grupo donde me incluyo, y no lo digo a la ligera, pues gran parte de la obra pictórica del pintor se basa en algo que ha sido buscado por muchos otros artistas: poder pintar lo invisible, lograr la visibilidad de aquello que no puede ser visto, aquello que está siempre presente y que interactúa constantemente con nuestro ambiente. El aire era en muchos casos la figura central de la pintura del artista. El aire como atmósfera. Diría Roberto Chiesi que “Velázquez, al cabo de cincuenta años, no pintaría jamás una cosa definida” .

No es coincidencia que el concepto de lo invisible se relacione también directamente con la obra de Miyazaki. Laura Montero Plata, figura indispensable para estudiar al realizador japonés, titula su libro sobre el japonés El mundo invisible de Hayao Miyazaki. En él desgrana pormenorizadamente la obra del director de La Princesa Mononoke, sacando a la luz, a través de un trabajo titánico, las miles de referencias y peculiaridades del maestro de la animación.

THE-WIND-RISES

Con The Wind Rises (2013), Miyazaki cierra más de treinta años de carrera dentro del manga-eiga o el animeishon (no usamos el término anime porque no casa con la práctica usual del autor, pues él mismo niega que su cine sea considerado anime y prefiere dichas terminologías, ambas más antiguas y ahora en desuso). Como en el cuento de Pedro y el lobo, nadie parece creer a pies juntillas las declaraciones de Miyazaki sobre su retirada definitiva, y es que el realizador de Ponyo en el acantilado ya había dejado caer su retirada en varias ocasiones. Sin embargo, y tristemente, todo parece apuntar a que esta vez será la definitiva, pues, con 73 años y más de 26 trabajos audiovisuales entre largometrajes y cortometrajes, Miyazaki parece abandonar definitivamente la escena activa. Al frente del conocido por todos Studio Ghibli desde 1985, su férrea (y criticada) manera de trabajar ha pasado factura a su persona. Su estudio es un extraño caso dentro de la animación japonesa, con una estructura de trabajo que podría denominarse WIP (Work In Progress) y que exige al realizador volcarse por completo en el producto. Estar siempre pendiente de todo el proceso de sus películas (pre-producción, guión, diseño, animación…) supone un ritmo de trabajo frenético y agotador, un método de trabajo que ya había provocado en él sus anteriores “simulacros de espantada”. El proceso de trabajo dentro del estudio es un remanente de estructuras sindicales perdidas hace ya décadas, fruto de la decisión que tomó Miyazaki después de estrenar Nicky, aprendiz de bruja y por la que el estudio optó por tener una plantilla fija de trabajadores (hoy en día más de 150).

Es esta forma de trabajar la que convierte al estudio en rara avis dentro de Japón y lleva a otros realizadores, como el gran Mamoru Oshii (Ghost in the Shell, Patlabor, Skycrawlers…) a hablar con dureza del estudio: “ […] hay cosas que solo Ghibli puede hacer y, si desaparece, la tradición desaparecería. Pero esto es una valoración relativa, personalmente opino que deberían disolverse inmediatamente.”[1] El creador de Ghost in the Shell realiza una comparativa entre Ghibli y la antigua URSS y afirma que tanto él como otros compañeros opinan igual: es un lugar formidable, pero nadie quiere ir allí. Tienen un sistema de trabajo muy férreo, todo supeditado a las mentes de lo que él menciona como “cúpula”. Esta forma de trabajo, en ocasiones obsesiva y rozando el régimen marcial, ha mellado también la relación de Miyazaki con su propio hijo, Goro, quien decía que como padre Miyazaki era un cero, aunque que como realizador no había otro igual.

A pesar de todo ello, o quizás por todo ello, la obra de Ghibli no tiene comparación con ninguna de las de las otras compañías de animación, como Madhouse Inc. o Production IG. Las películas salidas del estudio presidido por Toshio Suzuki han cosechado grandes éxitos en decenas de festivales y logrado hitos para la animación japonesa. La cinta El viaje de Chihiro (2001), quizás el mayor éxito del Estudio Ghibli, se alzó con el Oscar a Mejor Largometraje de Animación y ganó en Berlín el Oso de Oro.

The Wind Rises es un broche de oro en la carrera de Miyazaki. Una película que podría considerarse un epílogo autobiográfico a toda la obra del realizador. Empezando por el título, que hace referencia al viento, un elemento indispensable de la filmografía del realizador. El viento ha estado presente desde el título fundacional de su obra como autor, Nausicaä of the Valley of the Wind, en el año 1984. El viento está íntimamente ligado a la figura de Miyazaki y a su trabajo, el propio nombre del estudio Ghibli hace referencia a un vocablo libio utilizado para designar lo que en español llamamos siroco. La relación embrionaria del autor y su estudio con el viento no termina aquí, y es que Ghibli también forma parte del nombre del avión italiano Ca.309 Ghibli, diseñado por Giovanni Battista Caproni. Miyazaki cierra su carrera con un homenaje a su propio estudio desde el nombre, haciendo presentes los elementos que le llevaron a darle ese título. El propio Caproni será una de las figuras más importantes de la película.

El canto de cisne del director de Totoro centra su historia en un periodo convulso que ya había retratado con anterioridad en su film Porco Rosso: el periodo de entre guerras. Si su primer acercamiento a dicho periodo se realizó en su amada Europa, en esta ocasión la película se centrará en su mayor parte en Japón. Miyazaki se desdobla en la figura de Jirô Harikoshi (aunque también toma ciertos rasgos del novelista Tatsuo Hori). Jirô, un joven de provincias cuyo sueño es ser ingeniero aeronáutico, llegó a ser uno de los hombres que, indirectamente, más influyó en el devenir de aquellos turbulentos años, y es que el joven Harikoshi fue el diseñador de los aviones Mitsubishi A6M Zero.

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Es imposible distinguir entre Miyazaki y Jirô; el realizador siempre ha soñado con la creación de artefactos voladores. Pasó su infancia en una fábrica de piezas de aviones y el vuelo ha sido algo presente en prácticamente todas y cada una de sus cintas. El diseño de artefactos voladores ha sido uno de los principales atractivos para el realizador a la hora de iniciar determinados proyectos. Así sucede con los constructos voladores de El castillo ambulante, que son sacados de La vié électrique y están muy influidos por la literatura de Julio Verne y por la obra de autores como Moebius y su cómic Arzach, presente en el diseño del mehve que pilota Nausicaä.

La pasión por el aire y el viento ha marcado la carrera del genio japonés, su detallismo casi obsesivo a la hora de animar y su rotundo rechazo a la técnica de animación limitada [2] lo llevan a experimentar con el viento y el aire como elemento atmosférico de difícil plasmación. Es aquí donde mi imprudente afirmación a la hora de compararlo con Velázquez queda reflejada. Sus películas, a mi juicio, que más se centran en la aviación y en el elemento viento (véanse: Nausicaä, Porco Rosso y The wind rises) suponen un tríptico sobre cómo plasmar lo invisible en la gran pantalla. En su primera película personal, Nausicaä (1984), el viento no solo supone un elemento por el que los personajes se desplazan en diferentes artefactos voladores, es también una pseudo-deidad que mantiene vivos, y ajenos al terrible mundo exterior, a los habitantes del Valle del Viento. La valiente princesa surca los cielos sobre su mehve y Miyazaki retrata a la perfección el movimiento aéreo y la fuerza del viento sobre los ropajes de nuestra protagonista. En la segunda parte de este tríptico, Porco Rosso (1992), nuestro protagonista es un piloto en el periodo previo a la Segunda Guerra Mundial. Viendo su último trabajo, Porco Rosso parece el campo de pruebas perfecto a la hora de trabajar la aviación desde la animación, los combates entre aviadores muestran ya todo un estudio sobre el vuelo y el movimiento de estos grandes aparatos, las estelas sobre el agua y su movimiento a través de las nubes funcionan como antesala de su maestría final. Al fin Miyazaki dedica su último trabajo de nuevo al viento, siempre potente y renovador; un viento que como veremos más adelante no solo cierra su trabajo, sino que rescata antiguas ideas ya olvidadas en las arenas del tiempo.

En The Wind Rises, tercera parte del tríptico, el viento es indiscutiblemente el protagonista. Funciona como catalizador de parte de la trama al ser el elemento sobre el que nuestro protagonista, Jirô, sueña con trabajar y es, además, el elemento sobre el que se asienta la relación de Jirô con quien será su esposa, Nahoko Satomi. El primer encuentro de la pareja será propiciado por el viento, pues Jirô perderá su sombrero, que será cazado al vuelo por la joven Nahoko. El viento, potente elemento, se muestra continuamente en pantalla y es prácticamente imposible encontrar una escena donde su fuerza invisible no esté presente, ya sea moviendo cabellos, elevando hasta el cielo las terribles cenizas de un incendio o a través de las hélices de un avión. El aire se convierte en el lienzo de Miyazaki, quien depura se técnica hasta el extremo y nos brinda las que quizás sean las mejores escenas de aviación de la animación contemporánea (otro autor, cercano a dicha calidad es el anteriormente mencionado Oshii, con su cinta Skycrawlers, del 2008, quien, al contrario que Miyazaki, sí utiliza animación digital en ciertas partes de la cinta).

La película funciona como una versión japonesa del film Novecento (Bertolucci, 1976), la cual nos muestra durante 314 minutos la historia de la Italia del siglo XX. De forma similar, la vida de Jirô se desarrolla durante el periodo de entre guerras, pues vivió entre 1903 y 1982. Miyazaki lo utiliza como hilo conductor para mostrar un país sumido en la miseria y con un atraso de décadas con respecto al resto del mundo moderno. Un país, que al igual que tantos otros en Europa empezaba a girar hacia un extremo que desembocaría en la II Guerra Mundial. En medio de un duro ambiente, Jirô construye su sueño de crear aviones, crear elementos hermosos que fueran la plasmación en madera y metal de todos sus sueños. Sin embargo, en ocasiones, como diría el maestro Goya “el sueño de la Razón produce monstruos”, y los bellos aparatos de Hirikoshi se convirtieron en elementos de destrucción y muerte. Los sueños se convierten en pesadillas.

Jirô es espectador de la transformación de un país que utiliza bueyes para cargar con los aviones en una de las potencias militarizadas más importantes de la contienda. Viaja a Alemania para conocer la tecnología nazi y vuelve deseoso de crear artefactos de semejante belleza. Tanto él como su compañero ingeniero Honjo buscan colocar Japón al nivel tecnológico que merece. No es un discurso militarista el que usan, pues son simplemente dos jóvenes que desean ver a su país fuera de la miseria y la pobreza en la que está. Muchos han criticado que Miyazaki no creara un discurso político más potente. Como bien aprecia Laura Montero Plata en su artículo para A Cuarta Parede, el realizador prefiere personificar en Jirô a toda una sociedad que, como he dicho anteriormente, solo busca salir de la pobreza. Miyazaki crea una película en la que no se niega que Japón entrara voluntariamente en la guerra, y para ello usa como protagonista a uno de los partícipes más importantes (aunque fuera de manera tangencial), quien terminará creando una de las armas más negativamente emblemáticas de la contienda.

Jirô, como hemos mencionado antes, no es solo la representación de la sociedad japonesa de la época, sino la representación del propio realizador tanto en sus sueños y aspiraciones como en parte de su personalidad. El joven ingeniero no duda en sacrificar su vida personal por su trabajo (su mujer, enferma de tuberculosis, aguanta a su lado las largas noches de trabajo incansable); de una misma manera, Miyazaki siempre diría de su trabajo que, durante los dos años (aproximados) que dura la producción de sus cintas, debe dejar de lado su familia para concentrarse en su deber.

La madurez de Miyazaki se hace patente en el propio ritmo de la película, un ritmo pausado pero que mantiene tanto el tempo como el interés del espectador en todo momento. Simplemente con las imágenes que pasan ante nuestros ojos podríamos pasar horas observando la película y, si a esto se le suma la partitura del maestro Joe Hisaishi (habitual colaborador del realizador), que vuelve a crear una obra con las reminiscencias europeas que tanto ama, de igual manera que en Porco Rosso y en su Kaerazaru Hibi. Tenemos, en fin, 126 minutos de una hermosa factura plástica que nos recuerda a sus trabajos más aclamados, como La princesa Mononoke y El viaje de Chihiro. El trabajo sonoro y musical es excepcional, como siempre en las películas del estudio, pero en esta ocasión hay una nota sobresaliente, y esta es la creación de sonidos puramente orgánicos que parecen salidos de la boca de un ser vivo para representar efectos como los del gran terremoto de Kobe o los accidentes de avión.

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La despedida del realizador presenta también madurez en su desarrollo narrativo. Todas sus anteriores películas se realizan en una línea temporal recta y sencilla de seguir por todo el público, especialmente el infantil. Para su última película elige una tema de mucha seriedad, cargado de tecnicismos, reflexiones históricas y referencias artísticas a obras como La montaña mágica (Thomas Mann, 1924) o a la música de Schubert, alejándose así del público infantil. Además, la película es la única obra de Miyazaki en la que el tiempo no funciona de forma lineal. En The Wind Rises, Miyazaki no duda en aunar en una misma narración las ensoñaciones del joven Jirô con la realidad de la película. Hace esto sin ningún tipo de marca o código que nos diga que lo que estamos viendo es una ensoñación. Con el paso de los minutos, Miyazaki nos ha enseñado a reconocer estos momentos de ensoñación en los códigos de la propia película, así sabremos que si aparece Caproni (el famoso ingeniero), formará parte de una de las ensoñaciones de Jirô. Esta mezcla entre sueño y realidad nos recuerda al cine de otro de los grandes de la animación japonesa, a quién ya le dedicamos un artículo: Satoshi Kon, para el que las barreras entre sueño y realidad son elementos indispensables de su filmología, al igual que lo son de la película que tenemos entre manos.

El maestro no parece mentir cuando dice que esta será su última película. No solo se trata de un canto de cisne con fuertes dosis autobiográficas, sino que actúa como una justificación de toda su obra anterior. Funciona también como una película para tranquilizar su espíritu creador, culminando ciertos elementos que sabe que no llegará a realizar jamás. Miyazaki quiso rodar un largometraje sobre Tokyo tras la destrucción ocasionada por el Gran Terremoto de Kobe titulado Entotsu Kaki no Rin (Rin pintor de chimeneas). Dicho proyecto quedó incompleto, ya que utilizó al personaje de Yubaba para Chihiro y, ahora, como despedida, inserta el Gran Terremoto de Kobe en su película. La representación de tamaña destrucción parece provocada por un ser vivo en parte por el trabajo de sonido que hemos mencionado anteriormente, y en parte por la animación tan orgánica y el movimiento tan natural que Miyazaki crea para el terremoto. La tierra se ondula como si fuera una sábana mecida por el viento mientras un rugido casi de dolor surge de las entrañas de la tierra. El terremoto permite a Miyazaki crear una de las escenas más impactantes de toda la película, la ciudad se pierde en el horizonte entre las llamas del incendio posterior y la ceniza, mecida por el viento, parece nieve impasible ante la destrucción.

Nos encontramos, sí, ante la despedida de uno de los genios de la animación contemporánea, que parece dirigirse a todos nosotros cuando, en la última ensoñación de la película, la joven Nahoko le dice a Jirô que éste tiene que vivir. Debemos continuar viviendo y cambiando el mundo, de igual manera parece hablarle a su propio estudio que da los primeros pasos sin Takahaka y sin él a los mandos con Omoide no Marnie, dirigido por Hiromasa Yonebayashi, quien ha trabajado para el estudio desde La princesa Mononoke. El Studio Ghibli debe enfrentar un grave problema, la sucesión tras la partida de las dos cabezas más visibles del proyecto.

Si el poema de Paul ValéryLe cimentière marin, funciona como un hilo conductor de la película, por medio de sus versos: “Le vent se lève!… Il faut tente de vivre!”, nosotros, al igual que el poeta, debemos intentar vivir sin dejar de mirar nunca al cielo y a sus nubes.

[1] Para una lectura completa y más profunda del tema recomiendo la lectura del libro “El mundo invisible de Hayao Miyazaki” de Laura Montero Plata.
[2] Aquella que privilegia un diseño de personajes sencillo , una imagen de fondo fija y la integración de diferentes partes móviles para dotar de dinamismo a la imagen.

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