En tan solo cuatro años que se mantuvo la denominada Kampuchea Democrática en Camboya, la población de 7,5 millones de habitantes descendió en 1,8 por el gigantesco genocidio perpetrado por los Jemeres Rojos. La dictadura de Pol Pot comenzó presentándose como una renovación absoluta de todo lo que había sido el país durante sus últimos dos mil años, implantando un sistema maoísta extremo y eliminando a los que se considerase contrarios al nuevo régimen mediante campos de exterminio. Todo aquel que fuese considerado un intelectual por alguna razón, como por ejemplo llevar gafas, era inmediatamente asesinado a sangre fría junto con su familia al completo. El sinsentido de la violencia llevó a los Jemeres a tomar como objeto de sus crímenes a los habitantes de su propio país, los que no eran explotados de forma infrahumana hasta la muerte en los campos de arroz eran torturados y asesinados en campos los de concentración.
La desdicha del pueblo camboyano no se reduce a esta tragedia, pues seis años antes de que los jemeres tomaran el control, el presidente estadounidense Richard Nixon dio su consentimiento a la Operation Menu, por la cual se daba vía libre al bombardeo de Camboya y Laos en busca de vietnamitas que hubieran logrado cruzar sus propias fronteras, dejando tras de sí cientos de muertos inocentes. El cine camboyano, que siempre fue muy escaso, se ve tremendamente afectado por estas condiciones; muchos films anteriores al régimen desaparecen por completo, y la calidad de los que sobreviven no es especialmente destacable. En la actualidad es prácticamente inexistente; se realizan poquísimas películas, siempre con ayuda financiera de Francia, y sus directores se pueden contar con los dedos de una mano, destacando con diferencia entre todos ellos Rithy Panh.
La filmografía de este director camboyano se centra, en su inmensa mayoría, en la matanza a manos de los Jemeres Rojos y sus devastadoras consecuencias y, si bien podemos encontrar en ella algunos ejemplos de ficción (La gente del arrozal, Un barrage contre le Pacifique), por lo general se decanta por el documental. Gracias a este género, Panh ha tenido la ocasión de adentrarse en los restos del monstruoso campo de concentración S21 que segó la vida de 12280 nativos, ha seguido la pista del dirigente jemer conocido por el apodo de Duch, o mostrado cómo afloran miles de cadáveres al excavar en las fronteras con Tailandia y Vietnam. Los terribles acontecimientos en Camboya deben ser denunciados y no se puede permitir que caigan en el olvido, y el director lucha por ello a través de su cine con una fuerza arrolladora. Su más reciente trabajo aún apuntala con mayor firmeza todas sus reivindicaciones de una manera más personal que todos los anteriores, se trata de La imagen perdida.
En esta película, El director reconstruye el pasado ayudado por figuras de barro y pequeños decorados, unas maquetas que nos sirven como representación visual de sus propios recuerdos pues, por primera vez, Rithy Panh habla de sus propias vivencias personales como niño y víctima de los Jemeres Rojos. El resultado es casi tan contundente como su obra S21: La máquina roja de matar, no tan estremecedor pero sí mucho más cercano y emocionante. En una entrevista con Javier H. Estrada para la revista Caimán Cuadernos de Cine, el director comentaba que esperaba que el público occidental fuera capaz de apreciar la fuerza que pueden tener esas figuras, al igual que una representación de un Buda para ellos sobrepasa el objeto material en sí. Efectivamente, logra dotar de alma a estos muñecos de barro, que se convierten en un catalizador magnífico para transmitir la desesperación y el horror que sufrió el pueblo camboyano.
El título del film, L’imagen manquante, cobra más razón de ser de la que pueda aparentar en un primer momento. El genocidio recibió una cobertura periodística casi nula en su momento, debido a los intereses de Estados Unidos, que no deseaba llamar la atención sobre su implicación. Incluso actualmente, no es un tema tan divulgado como pueden ser otras muchas masacres como la perpetrada por los Nazis contra el pueblo judío, la Guerra de Bosnia o la lucha entre hutus y tutsis en Ruanda. Conocido es el caso del periodista del The New York Times Sydney Schanberg, que luchó por mostrar al mundo entero estas atrocidades y rescatar a su guía y amigo Dith Pran, tal y como se nos muestra en el film de Roland Joffé Los gritos del silencio. Esta imagen ha estado oculta durante muchos años del imaginario popular y enterrada en la memoria del director, como el metraje hace tiempo perdido de niños camboyanos desnutridos en un intento, tal vez, de mostrar el infierno allí vivido, y que llevó a su operador de cámara a la muerte. El director se autodefine como un «paseante de recuerdos», un investigador que bucea en busca del pasado extraviado, que lo enfrenta ante todos y que trata de remendar esos dolorosos acontecimientos en una encomiable e imprescindible labor.
Panh confiesa que filmar la muerte le resulta muy complicado, pues es fácil convertirla en un espectáculo digno de voyeurs, pero a la vez resulta imposible obviar la presencia de los asesinos, pues de lo contrario el puzzle quedaría incompleto y sesgado. Al abordar mediante el documental hechos históricos tan terribles, surge un dilema moral acerca de como plasmarlos en celuloide al que muchos otros se han enfrentado con anterioridad, encontrándose entre los casos más paradigmáticos los de Claude Lanzmann y Alain Resnais. En el gigantesco Shoah, su director deja a un lado todas las imágenes de archivo para reconstruir, a lo largo de nueve horas y media, el holocausto judío mediante los testimonios de muchos de los que sobrevivieron a él. El espectáculo desaparece por completo dejando paso a horas y horas de densa y exhaustiva información expuesta de una forma que parecía prácticamente inabordable; en contraposición podemos enfrentar la reciente serie documental Apocalipsis: la Segunda Guerra Mundial, su antítesis absoluta que se vale únicamente de documentos de archivo y voz en off narradora. La postura de Resnais es muy diferente a la de Lanzmann en su mediometraje Noche y niebla, que grabó doce años después del cierre del campo de concentración de Auschwitz. En él contrapone imágenes ya grabadas con los escenarios vacíos de la masacre, un espacio en el que aún se pueden sentir los fantasmas del pasado cercano, a través de un escalofriante testimonio que captura el horror allí acontecido. Dos posturas con ciertas divergencias a las que se suma más recientemente la personal mirada del director camboyano.
Al estar abordando una matanza que vivió en primera persona, se presenta ante Rithy Panh una dificultad incluso mayor sobre cómo enfocar los acontecimientos. En S21: La máquina roja de matar enfrentaba a los carceleros con algunos de los pocos supervivientes del campo de concentración, al igual que en Noche y niebla, el horror pervive aún entre sus paredes, a lo que se suma la presencia de aquellos que lo sufrieron y la de los que lo perpetraron. La escenificación de un carcelero mandando a dormir a los prisioneros es terrorífica, casi parece no arrepentirse; pues, influenciado por el entorno encarna el papel que se le había atribuido. Para no perder la visión completa eliminando a los asesinos pero sin permitirles tampoco mentir y buscar protagonismo, el director les marcó cuando podían hablar o no, les orientó y les dejó claro en todo momento que él estaba en su contra. Busca de esta forma denunciar en todo momento los acontecimientos, sin dejar resquicio alguno de duda acerca de su postura y sin permitir que los asesinos se crean estrellas de la gran pantalla. Resulta ineludible recordar la polémica The Act of Killing, en la que su director, Joshua Oppenheimer, otorga mayor libertad a los asesinos del golpe de estado en Indonesia, buscando un enfoque objetivo, casi sin intentos por parte del documentalista de hacerles recapacitar sobre el crimen que cometieron (aunque en un momento dado, yendo en coche con uno de ellos, sí que le increpa sobre sus actos). En este caso es innecesario conducir sus testimonios, se desacreditan solos y, como confirmación absoluta, al final uno de ellos se derrumba confesando sentirse atormentado por los fantasmas de todos aquellos a los que asesinó, como una primitiva conciencia que se abre paso en el desequilibrado cerebro del asesino.
Debemos tener presente que La imagen perdida surge como adaptación de un libro del propio Panh en colaboración con Christophe Bataille, La eliminación, lo que podría justificar en gran parte la voz en off que guía toda la cinta. Los recuerdos del director son narrados e ilustrados; se presenta casi como un cuento, una historia terrible y desdichada, expuesto sin forzar nunca el drama, buscando la veracidad de los acontecimientos, que sin ser endulzados ya resultan suficientemente emocionantes, destacando especialmente la muerte de sus padres. El camboyano rinde homenaje a sus propias vivencias, y sabe perfectamente como hacerlo de manera personal y sin perder jamás su espíritu reivindicativo. Las fotografías de estos acontecimientos que aún perduran son relativamente escasas debido a que los Jemeres Rojos controlaban estrictamente cualquiera que se tomase del genocidio, por lo que muchas fueron destruidas sin remisión, y las que aún se conservan son verdaderos documentos históricos, imágenes perdidas que el director trata de recuperar mostrando las existentes, aunque lo que en ellas vemos sea una realidad incompleta. Panh insiste en la importancia de mostrar también a los verdugos y la visión que ellos mismos querían dar de la matanza, justamente para poder fundamentar mejor aún su crítica. A las imágenes de archivo y la voz en off se une el elemento de reconstrucción más característico y potente de la cinta: las figuras de barro. Resulta imposible recrear semejante horror con imágenes fotográficas, pues estas no harían justicia al calvario vivido por los camboyanos, en muchas ocasiones podemos encontrar incluso cierta irrealidad, alejándonos y trivializando el conflicto. La imagen perdida es una imagen de conjunto, de una época y de un horror, de la vida de muchos que fue segada radicalmente y de unas vivencias personales que salen dolorosamente a la luz para que el espectador pueda ver lo general en lo concreto. Las figuras de barro asumen por su propia condición un nivel de iconicidad con respecto a su referente, y tal vez sea por eso por lo que poseen tanta fuerza. Nada puede acercarnos lo suficiente al infierno camboyano, y una vez asumido esto se deja cierta libertad a la imaginación del espectador para que reconstruya el horror partiendo de estas figuras que poseen alma propia.
La imagen perdida surge de una memoria imperecedera y de un recuerdo inmortal que su director trata de conservar a través del tiempo para que no vuelva a caer en el olvido tal y como se mantuvo durante los años 70. El documental posee fuerza y belleza; un testimonio contundente y necesario sobre uno de los mayores genocidios jamás realizados.