«La muerte y la bruma», de Ángel Antonio López Ortega

Hace unas semanas os ofrecíamos el primero de los relatos que Ángel Antonio López Ortega hizo llegar a la redacción de nuestra revista, titulado Los cables de la luz. A diferencia de aquel, que suponía un extracto de su libro de cuentos Los elefantes son holandeses (Ediciones Libertarias, 2012), el relato que os presentamos hoy ha permanecido inédito hasta ahora. Esperamos que lo disfrutéis.

La muerte y la bruma

I

    Lo maté y fue muy fácil. Aunque, luego, el brazo se me quedó extendido y agarrotado y no era capaz ni de retirar el dedo del gatillo. Ni siquiera veía su cuerpo enorme, tumbado en el suelo como un montículo de escombros. Tuvo que venir otro soldado por atrás para sujetarme de los brazos y, con el calor de su pecho y la solidaridad que desprendía, pude iniciar el deshielo de mi cuerpo. Enseguida comencé a temblar. No por remordimientos, que jamás los tuve, sino por haber dado aquel paso que me situaba en otra frontera. Sí, ahí se hallaba el corpachón del sargento, con sus más de cien kilos, y un charco de sangre comenzaba a surgir bajo su vientre como venido de la nada.

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    Los compañeros reaccionaron con prontitud para deshacerse del cadáver. Recuerdo que apenas los pude ayudar, porque aún me encontraba inerte, presa de una apatía inexplicable que parecía durar desde siglos. Y lo malo es que me había invadido una paz total. A mi alrededor todos se afanaban, tanto aquellos con los que me llevaba bien, como aquellos otros con los que no había tenido mucha relación. Nadie habló de denunciarme. Incluso aquellos que hasta hacía algunos minutos le reían las gracias. Nos adentramos en la selva, cavamos un hoyo, no demasiado profundo, y lo arrojamos. No nos molestamos en enterrarlo más que someramente, porque, al fin y al cabo, aquello era una guerra y hallar un cadáver en una guerra es lo más normal del mundo. Además, cuando nos preguntaran, no habría que molestarse excesivamente en dar explicaciones. No lo enterramos bien, es cierto, pero nadie podía pensar que, un día, una riada tropical lo iba arrastrar hasta casi las puertas del campamento.

    Lo que el agua trajo era un despojo inmundo y fétido, que había sido desposeído de ojos, lengua y genitales. Seguro que el enemigo había dado con él y había mutilado a ese siniestro cabrón; al modo de ellos, siguiendo un ritual. Y la verdad es que eso, al principio, nos favoreció, y nadie habría sospechado de nosotros si no hubiese sido destinado a nuestro destacamento ese idiota del comandante. Que si había que cumplir las ordenanzas, que si había que investigar las causas de la muerte… Si hubiese conocido al sargento no habría sido tan escrupuloso, eso seguro. El caso es que dieron con las balas y aquellas balas eran nuestras, no podían ser del enemigo, y tuve que confesar. No quise implicar a nadie. Después de lo que hicieron por mí, no hubiese estado bien. No, no lo hubiese estado, aunque confesando me condenaba. Enseguida me detuvieron y procedieron al interrogatorio. A esas alturas, el comandante ya sabía que todos odiaban al sargento, hasta los que se habían beneficiado con sus trapicheos. A todos les había hecho algún mal. Me preguntaron, por eso, si habíamos sorteado quién le iba a dar muerte y me había tocado a mí. Dije que no, que nadie había conspirado contra él. Entonces me preguntó por qué lo había matado y yo, que ya empezaba a olvidar la pesadilla de su existencia, que de ninguna manera quería recordar, le respondí que no sabía por qué lo había hecho.

    Pero sí que tuve que recordar. Volvieron a mi mente la dureza de los castigos, las vejaciones, el miedo a ser ejecutado en medio de la selva durante una operación de guerra. Y todos soñábamos con que un día el enemigo lo matara y no tuviéramos que hacerlo nosotros, porque sabíamos que si no moría en combate, tarde o temprano, tendríamos que acabar con él. Recordé nuestras incursiones en los poblados. Cómo asesinaba a la gente: a un prisionero atado de pies y manos, a una mujer que salía de la choza, a un viejo, porque era feo y legañoso… Y luego traficaba con ellos y con todos. No había otro militar más corrupto que él en toda la región. Ni más loco, tampoco. Sí, recordé una por una todas las humillaciones, todos esos terribles días; pero, sobre todo, recordaré cómo, habiéndome cogido un extraño afecto, me animaba a que disparara en la sien a alguna de sus víctimas. Al principio como broma; más tarde en serio, como prueba de lealtad. Y Dios sabe que nunca tuve que hacerlo. Hasta aquel día en que me trajo a un grupo de prisioneros. Eran muy jóvenes y estaban aterrorizados. Había también dos o tres mujeres. Y los fue liquidando, como siempre: ¡pum, pum! De un tiro en la sien. De pronto me soltó: “Al último lo matas tú. Y si no le disparas, te mato yo”. Y él seguía exterminando. La cabeza me ardía y parecía a punto de estallarme, el corazón se me aceleró descontrolado, la boca se me secó y un sabor a hiel amargó mis labios. Aguardaba angustiado mi turno. Sabía que lo haría, pues ya se había cargado así a otros compañeros. Procedía a rematar al penúltimo cuando, al darse la vuelta hacia mí, saqué el arma y lo cosí a balazos.

II

    Al llegar a la aldea, bajé del vehículo y me acerqué al abismo. El valle estaba ocupado por una espesa bruma. Era el vapor, el sudor de una tierra sofocada. En las tinieblas, algunos dardos de luz habían conseguido penetrar y las copas redondeadas de los árboles más altos asomaban como centinelas en un país de sombra. Escuché el silencio. Y el silencio eran los sonidos del bosque que no habían sido manchados por graznidos humanos. Las aves y los monos herían la vastedad del aire y el zumbido de cientos de insectos diferentes atormentaba y encantaba a partes iguales el alma. En verdad, en aquel aromático verde había hallado una sensualidad y una magia de la que carecen las obras y el arte de los hombres. Tan absorto me encontraba que me olvidé del enemigo. Uno de mis hombres, un gusano sin sensibilidad, interrumpió aquel éxtasis inolvidable para decirme que la población huía. Le crucé la cara. De pronto, me había vuelto el mal humor. Y todo por culpa de ese imbécil.

    Avancé hacia las casas. Nada. Hasta los canes tiñosos habían puesto a salvo el pellejo. Me impacienté. Olfateé el aire y miré avanzar los elegantes regimientos de las nubes. En aquel poblado se estaba instalando una atmósfera plena de solemnidad, más propia de las tragedias más hermosas que de una simple redada, y yo sentía que debía estar a la altura de aquella imponente naturaleza. Así pues, rastreamos minuciosamente la zona y al fin hallamos un grupo de hombres y mujeres apiñados patéticamente unos contra otros. Mandé callar para escuchar la grandeza de la espera, en la que se mezclaban los susurros del bosque y los jadeos y el miedo del enemigo. Uno de mis hombres me dijo que había también adolescentes, pero yo no los vi; apenas pude distinguir otra cosa que no fuera el enemigo. Practiqué el tiro un rato. Prefiero las armas de fuego al machete, por la inmediatez del desmoronamiento de los cuerpos. Un hombre, un tiro. Un hombre, un tiro. Qué hermosa simetría. Sí, aquel momento fue mágico: tuvo emoción y tuvo precisión, casi quirúrgica.

    Al terminar, recogimos las rudimentarias armas de aquel ejército de pacotilla y proseguimos nuestra búsqueda. Solo faltaba una melodía de xilófonos para dar textura a lo que sentía mi corazón. Por el camino me divertí llenando de aprensión el espíritu de mis hombres. Les dije que, para que aquella jornada fuera realmente grande, todos debían contribuir al exterminio, que ya alguien había una vez cantado hazañas similares, en otros tiempos y otras tierras. Me henchí de gozo observando la cara de ese joven tímido que ya sudaba pensando en lo que le iba a obligar a hacer. Era como para partirse de risa. La tropa, hoy día, es una pandilla de huevones. De reojo vi también más expresiones de disgusto y decepción. La exuberancia de la tierra solo les exacerba el bajo vientre y sé que lamentan la muerte de esas hembras famélicas y malolientes, y saben que disfruto impidiéndoselo o, al menos, demorando su consumación. Si a veces les doy licencia para que desahoguen las tensiones propias del sexo, es porque sé que son débiles y lo necesitan para seguir siendo soldados. Aquí nadie tiene ideales ni absoluto, son como topos que hozan en la tierra, en la materia, sin mirar jamás a lo alto. Al fin, avistamos a un grupo heterogéneo, una unidad de apoyo a los combatientes del pueblo. Diversos en edad y sexo, pero miserables como siempre. He pedido que los encierren maniatados en la casa de la palabra y a mis hombres que duerman, para que sean conscientes de que luego los vamos a matar, para que aprendan a convivir con la inminencia de la muerte. He visto al tímido y le he recordado que, a la luz de los candiles, le reservo uno en la matanza. Me ha mirado desencajado, con un terror que me ofende y que, como militar, lo degrada.

    Atardecía. Las nubes se deshacían y se desangraban sobre el horizonte. Busqué un lugar para dormir paseando por entre las cabañas del poblado. Tan feas y bajo un cielo tan sublime.

    Mi siesta fue breve y me sentó mal. Alteró mis humores y me produjo migraña. Aun así, anoté como siempre todas estas impresiones en mi cuaderno. Soñé que me dirigía al encuentro de mis hombres, que caminaba con el presentimiento de que no iba a sentir placer en la eliminación del enemigo. Y sin placer no hay grandeza. A lo lejos, se distinguía la luz de los candiles. Algunos de mis hombres entonaban una canción absurda, pero, en cuanto me vieron llegar, se callaron, como si fueran grillos ocultos en la maleza. Soñé que mataba sin descanso, hasta que solo quedaba uno. Soñé que, en ese momento, bajaba el brazo y escuchaba un estruendo repentino.

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III

    Contaba con un ascenso, con un destino más brillante, en alguna capital o, al menos, en la campiña, en los llanos. No me imaginaba caer en aquel agujero infecto donde servían hombres malolientes y andrajosos, tempranamente depravados y desconocedores por completo del reglamento. Pero dijeron que la desigual marcha de la guerra y las muchas bajas y deserciones habidas en esa región así lo requerían. Añadieron que, si desempeñaba honrosamente mi misión, me garantizarían un bocado mucho más suculento. Había pues que resignarse, encarar aquella tropa embrutecida y empezar de nuevo, enseñarles todo.

    No sé por qué aquellos desarrapados eran tan reacios a la disciplina y a la limpieza. La costumbre, sin duda, la incuria de todos los que me precedieron. Parecía una hueste irregular, mercenaria. Pero mi propósito era mostrar a la población que ese colectivo indefinido era un ejército profesional en el que se podía confiar, eco de la grandeza de la patria, no una banda desorganizada y brutal que en nada se distinguía de las milicias de autodefensa o de las partidas guerrilleras. Así pues, lo primero, que fue lo que más costó, fue lograr que los uniformes y toda la indumentaria estuvieran pulcros y completos, siempre abotonados y sin rotos. Igualmente, las armas debían estar relucientes y con el seguro puesto, y el almacenamiento debía seguir las ordenanzas en arsenales y puestos de control, con la munición bien guardada en cajas. A continuación, me propuse el cumplimiento de las rutinas y la puntualidad: los soldados debían levantarse y acostarse al toque de corneta y estar listos antes de la revista de la mañana y de la noche, realizar sus tareas cotidianas, que ya habían caído en desuso, como hacer el catre, barrer y fregar la loza. Impuse una ley seca que se podía quebrar un día por semana y prohibí las picantes fritangas locales a las que mis hombres se habían aficionado. Concedí pocos permisos, porque sabía que casi todos los soldados estaban amancebados con hembras comarcanas. Encontré no poca resistencia y miradas que iban de la incomprensión al odio y hube de mostrarme firme y severo en los castigos, pero no me importó, porque yo no había venido a hacer amigos. También hube de organizar la enfermería y los turnos de guardia. Y, sí, he de decir que obtuve lo que me propuse y que, en pocos meses, nuestro destacamento no tenía nada que envidiar a otros de la retaguardia. Una comisión de la capital así lo certificó en su visita y lo hizo saber en su informe al estado mayor, lo cual, me imagino, acrecentó mi prestigio.

    Los días transcurrían en aquel calor infernal, bajo lluvias que todo lo anegaban. Los hombres enfermaban y la moral se reducía, a pesar de que dispuse maniobras y prácticas habituales para evitar la flojera y el ocio y patrullas diarias que regresaban a la base cada vez más mermadas. El enemigo esperaba, la tensión en el campamento se hacía densa como el vapor de la selva cuando invadía el valle, las pendencias se multiplicaban. Aguardaba con impaciencia una acción de armas, un combate memorable que me sacara de allí con todos los honores. Entonces descendió aquello un día de riada.

    Se trataba del cuerpo monumental de un hombre o lo que quedaba de él. Eso fue lo que vino a tocar las puertas del campamento y a estropearlo todo. Un sargento, supe al fin. Pronto me di cuenta de que aquel individuo debió de ser intolerable para mis hombres, a los que corrompió, y, por lo que me han dicho los asustados lugareños, un verdadero ángel de la muerte. Por eso todos se alegraron cuando desapareció. Por eso nadie entendió que yo reabriera el caso.

    Examinamos los despojos sin hombría, la boca oscura sin lengua, la mirada abstracta sin cuencas, el tono verduzco de la piel, el vientre abierto, su cuaderno mojado que nada podía ya contar. No pensé que allí hubiera misterio alguno, esa es la verdad, de no haber sido por el hallazgo de las balas, las cuales, después de un justo análisis, se descubrieron nuestras. Por ello me vi obligado a investigar el crimen, a pesar de que numerosas voces se alzaron para manifestar su rechazo. Un cabo me susurró al oído que dejara las cosas como estaban, que yo no sabía qué clase de hombre era ese esperpento devuelto por las aguas. Otro me pidió audiencia para suplicarme que sobreseyera el expediente. Me hubiese encantado hacerlo, por mi comodidad, pero era mi deber hacer cumplir la ley.

    Un soldado confesó. No quiso implicar a nadie. Contó la vida del cuartel en los tiempos del sargento, cuando no había comandante. Desenterró atroces recuerdos, estuvo a punto de asfixiarse cuando al fin relató el asesinato. Se hallaba al borde de un síncope cuando le quise ayudar y aduje que tal vez había obrado en legítima defensa, pero él insistió en que no sabía por qué lo había matado y ya más tranquilo dio detalles de cómo él y solo él dio sepultura al cadáver; algo difícil de creer, aunque admiré la dignidad de su comportamiento y sentí lástima al tener que recordarle que no tenía derecho a disparar contra su superior y que el consejo de guerra dictaminaría indudablemente una condena a muerte.

    Dicen que la sombra del ominoso sargento se paseó por el campo de fusilamiento desde los primeros albores del día. Muchos dijeron que lo habían visto, acechando tras el granero, otros refirieron aterrorizados que se reía a carcajadas, vesánicamente, plantado en medio del patio, los brazos en jarras. Hasta qué extremo habían calado las torpes creencias de los lugareños en esas mentes simples. Las autoridades acababan de partir, dejando un oficial que certificase que se llevaba a cabo la sentencia. El pelotón dio un paso al frente. Entonces algo ocurrió. Alguien había dejado sin sentido al oficial. Olía a cloroformo, pero no pude indignarme siquiera, porque enseguida se elevó un clamor desde el bosque negro y vecino. Creí que era un asalto y dispuse la defensa, pero, cuando ordené hacer fuego, me percaté de que el enemigo daba media vuelta y al volver a mirar a mis hombres me asombró ver la mitad escasa de los efectivos. Los veteranos habían desertado esfumándose en la selva. El prisionero también había huido. Me sentí derrotado por aquella gente, por aquel lugar invencible, por aquella tierra de muerte y bruma; pensé en que nunca lograría ya el ascenso, pensé en el oprobio que seguiría a aquel nefasto día y caminé con lentitud, súbitamente pesado, envejecido, hacia la estancia más cercana.

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Fotografías de Cristina Escalante y Alfonso Carnicero. 

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