Takashi Miike es quizás uno de los realizadores japoneses que más controversia ha causado en los últimos años, una imparable máquina de filmar que en sus poco más de 20 años de carrera como director ha rodado ya más de 90 títulos. Su potencial creativo parece no tener límite, tampoco sus energías, llegando a rodar hasta siete películas en un solo año.
En Occidente está considerado uno de los directores más transgresores y rompedores del panorama japonés de los últimos tiempos. Sus películas han sido objeto de culto de miles de seguidores, que esperan ansiosos ante el festival más cercano, para ver sus delirantes obras. Podría decirse que Miike se dio a conocer al mundo Europeo tímidamente con su película Fudoh: The New Generation (1996) con la que ganó el premio a mejor película en la sección de “Fantasía” del festival Fantasporto en 1998. Sin embargo, el verdadero pistoletazo de salida a la Miike-adicción vino de la mano de lo que para muchos es su trío de ases: Audition (1999), La felicidad de los Katakuri (2001) e Ichi the Killer (2001).
En relación a esto, me permito citar a Ángel Sala y su Takashi Miike: La provocación que vino de Oriente: «Su método es iconoclasta, consigue que creamos estar ante una obra de género cuando, en realidad, sus intereses y su textura circulan por otro cauce». Y es que cuando uno se sienta ante la pantalla para visionar una de las películas de este hombre, nunca sabemos cómo puede terminar; la historia puede dar un giro de 180º o, quizás, en realidad seamos nosotros los que demos ese giro, pues la película siempre ha sido así y Miike siempre lo ha querido de esa manera. Para él, el género no es más que una etiqueta que los espectadores ponen una vez terminan de ver sus films. A la hora de crear, simplemente une piezas hasta lograr la obra deseada.
En 2011 el cine de Miike alcanza una cota inimaginable para unos y totalmente necesaria para otros. Su revisión de un clásico del chambara, subgénero dentro del cine nipón de carácter histórico y centrado en la acción y combates de espada (el término es onomatopéyico, pues reproduce el sonido que hacen las katanas al chocar), Hara-kiri: Death of a samurai, es nominada a la Palma de Oro en el prestigioso festival de Cannes. Por primera vez el realizador nipón participaba en el festival francés. La película, un remake del clásico de Masaki Kobayashi, Harakiri de 1962, no se alzó con el premio (algo que sí hizo la original llevándose el Premio Especial del Jurado ex-aequo).
Desde entonces el genio de Miike parece haberse calmado un poco. La fiebre de rodar todo lo que cayera en sus manos parece disminuir y el realizador recala en aguas más tranquilas. Desde que rodara Hara-Kiri: Death of a samurai en el 2011, tan solo ha dirigido diez proyectos más, un número reducido para lo que era costumbre. Muchos ven en esto un agotamiento de sus capacidades, pues el otrora transgresor y bizarro, parece haberse acomodado en el star system japonés. Los experimentos genéricos parecen haber desaparecido después de la brillantísima Sukiyaki Western Django (2007) y la violencia que lo caracterizaba parece haberse agotado con la, para muchos, inefable Huella (2006), una obra realizada para Master of Horror y que la misma productora se negó a emitir.
Con Shield of Straw (Wara no tate, 2013) Miike vuelve al podio de Cannes, siendo de nuevo nominado a la Palma de Oro. La premisa de la película es bien sencilla, aunque no deja de dar qué pensar al espectador que se enfrenta a ella. ¿Qué harías si un rico millonario se ofreciera a pagarte mil millones de yenes por acabar con la vida de un asesino custodiado por la policía? Lo haré más sencillo, pues la cifra engaña: 6.999.565€, casi nada, a pesar de lo cual el servicio de Seguridad Nacional japonés y la policía de Tokyo no se dejan intimidar e inician una arriesgada operación de traslado del asesino hasta Tokyo para que sea juzgado debidamente.
Con una premisa tan sencilla, Miike construye un thriller con una fuerte reminiscencia del mejor western. Uno no puede evitar pensar en películas como 3:10 to Yuma (James Mangold, 2007 – remake de una película de 1957 dirigida por D. Daves) donde un grupo de personas deben acompañar y escoltar a un forajido hasta el tren que le llevará a prisión. De la misma manera, un grupo de policías deberá velar por la seguridad de Kunihide Kiyomaru, interpretado por Tatsuya Fujiwara (Conocido por Battle Royale I y II, 2000 y 2003), e impedir que sufra ningún daño. El joven delincuente ha asesinado a la nieta pequeña de un anciano hombre de negocios nipón, que no duda en poner parte de su fortuna en las manos de aquel que acabe con el asesino.
La tensión se teje lentamente a lo largo de la primera mitad de la película, ya que los agentes de policía y de seguridad se ven rápidamente abrumados por la situación. Miike recupera y actualiza uno de sus temas recurrentes en el cine (magníficamente desglosados y tratados por Tom Mes en su libro Agitator: the cinema of Takashi Miike): los marginados y aquellos que buscan la felicidad. Ambos arquetipos quedan aquí unidos en los desesperados que tratan de acabar con la vida del joven asesino pues, continuamente, ciudadanos anónimos saldrán al paso de la comitiva para conseguir el botín a modo de verdaderos cazadores de recompensas. El director nos muestra al final cómo todos aquellos que arriesgaron y, en muchos casos, perdieron su vida por conseguir el dinero, se veían en realidad acosados por deudas, estaban en situaciones de desempleo y de desahucio, o sufrían problemas sanitarios graves. Una velada crítica a la situación actual en una sociedad japonesa estancada económicamente dentro de una realidad global de crisis económica.
Miike recupera también la violencia como premisa básica de la cinta y motor de las escenas de acción. Su labor detrás de las cámaras para estas escenas es un fiel reflejo de la calma que parece haberse apoderado de su pulso. Atrás quedaron escenas de acción caóticas y de montaje frenético como las existentes en Dead or Alive (1999), la acción de Shield of Straw se asemeja más a la mostrada en 13 Asesinos (2010), y ejemplo de ello es la limpieza y soltura con las que resuelve en la película que nos traemos entre manos el tiroteo en el tren bala. Sin embargo, aquel que espere una película de acción constante y con numerosas escenas de tiroteo se verá decepcionado. La acción más visible no es la premisa de la cinta, aunque sí es un componente importante de la misma.
Si hay algo que destaque especialmente en la película es la interpretación de Tatsuya Fujiwara, conocido, recordemos, por interpretar a Nanahara en las dos películas de Battle Royale (Kinji Fukasaku, 2000; Kenta Fukasaku y Kinji Fukasaku, 2003). Kiyomaru, el asesino, se muestra impertérrito ante lo que pasa ante sus ojos, no siente remordimientos y, a modo de diablillo infernal, se dedica a «pinchar» a sus protectores; tampoco duda en sembrar la semilla de la discordia entre ellos por pura diversión. Es un personaje puramente malvado, cuyo único acto de bondad, pedir parte del precio de su cabeza para su madre, se ve rápidamente truncado por la trama. Sus últimas palabras en la película resumen su personalidad: “…desearía haber matado a más gente”. El resto de las interpretaciones no suponen nada especialmente reseñable, excepto la de Takao Ohsawa, que interpreta al agente Kazuki Mekari, último bastión de la decencia policial y hombre de honor que no duda en arriesgar su vida por cumplir su tarea.
Podemos observar en la película la permanente sombra del honor, el deber para con la nación y la legalidad. Mekari (Takao Ohsawa) se mantiene firme ante las presiones de sus compañeros –y de medio mundo– para ejecutar al prisionero y cobrar la recompensa. A pesar de los peligros que salen a su paso no ceja en su empeño, por lo que podríamos decir que es una figura de otro tiempo, un samurái (o quizás un viejo cowboy) apegado a un anquilosado sentido del honor que no casa con los modernos tiempos que corren.
El honor es uno de los dos puntos centrales de la trama. El segundo elemento a tener en cuenta para la narración y el discurrir de la trama es el de los medios de comunicación. Miike realiza una inteligente crítica al mundo cada vez más informatizado en el que vivimos. Los cazadores puede hacer el seguimiento del preso debido a una web creada por el «contratante», por medio de la cual estos quedan constantemente monitorizados por medio de un GPS; y no solo eso, sino que las cadenas de noticias de todo el país no dudan en repetir constantemente dónde se encuentra el asesino, facilitando así la tarea de aquellos que quieran cobrar la recompensa. Los protagonistas no tienen modo de evitar la nube de ojos que, como un Gran Hermano, vigilan sus pasos, llegando al punto de que uno de ellos lleve un chip subcutáneo para marcar su posición.
La película, segunda presencia de Miike en Cannes, nos deja un sabor agridulce. No por la calma del director ni por su falta de bizarradas al estilo de Gozu (2003), sino porque la cinta parece vacía. Muchos achacan esa sensación al pausado ritmo que parece haber ido cosechando en sus últimas películas. Esto queda descartado si revisamos algunos de sus trabajos más recientes, como las mencionadas 13 Asesinos o Hara-Kiri. Una creación algo aséptica que constituye una película técnicamente bien rodada, con un buen ritmo de tensión in crescendo. Un paseo por un western urbano, plagado de largos planos aéreos que nos recuerdan a las cabalgadas por las llanuras, y una dirección detrás de las escenas de acción impecable. No obstante, algo falla; un artificio técnico notable pero pobre en espíritu. Miike no crea una obra ganadora (de hecho no se alzó con el premio) pero tampoco lleva a cabo una obra a la altura de sus grandes creaciones. Correcto viaje urbano que no pasa de entretenido y que parece perder una herradura en algún punto del trayecto.
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