«Los cables de la luz», de Ángel Antonio López Ortega

Entre las muchas fantasías románticas que suele despertar el término «escritor», destacan dos especialmente arraigadas en el imaginario popular del siglo XXI. La primera de ellas es la efigie del polígrafo decimonónico, la del hombre de letras en su afán borgiano de leer y de escribir todos los grandes libros de la historia de la humanidad; la segunda pasa por el perfil del escritor aventurero y fotogénico, comprometido firmemente con sus causas y blasones y dispuesto a soportar hambrunas y miserias de toda magnitud, con tal de persistir en su destino singular de poeta freelance.

Ni que decir tiene que ambas fantasías, como su misma condición indica, resultan falsas por definición, lo cual no presupone que carezcan de apoyos en la historia literaria más reciente. De hecho, por lo que a los aventureros se refiere, llaman especialmente la atención los casos de autores tan singulares como Kurt Vonnegut (1922–2007), Ryszard Kapuściński (1932–2007) y Roberto Bolaño (1950–2003), que no han dejado de ganar en popularidad desde que sus obras vieron la luz durante la segunda mitad del siglo pasado. Y, ¿a qué puede deberse dicha popularidad? Sencillamente a que los tres fueron capaces de revitalizar los géneros en que pusieron ojo y pluma, añadiendo a su cuidada técnica y estilo el testimonio de vivencias tan intensas como el viaje, el horror, la guerra o el exilio. Es en esta misma estela del viaje y del descubrimiento, al mismo tiempo personal y colectiva, en la que se sitúa el autor que tenemos la suerte de acercaros hoy en Harlan Magazine.

Después de licenciarse en Letras Hispánicas y Románicas, estudios que perfeccionó entre Francia y Portugal, el madrileño Ángel Antonio López Ortega vio su vida cambiada tras aceptar una oferta de trabajo en la Universidad de Gabón. Fue en este país centroafricano donde tomó contacto por primera vez con la rica cultura de la zona, a la que dedicó unos esfuerzos intelectuales que terminaron por fructificar en una tesis doctoral sobre la poesía oral de Guinea Ecuatorial, así como numerosos artículos sobre este interesante tema. Desde entonces viajó y vivió tanto en Gabón y Camerún como en la propia Guinea Ecuatorial. En la actualidad reside en España, donde sigue dedicado a la docencia y desde donde compagina su trabajo con la investigación y la creación literaria. Su testimonio sobre aquellas tierras, en el que se mezclan un sólido conocimiento de las regiones y habitantes que describe con un elegante dominio de los elementos ficcionales de la narración, nos permiten sumergirnos dentro del riquísimo y desconocido universo Africano.

Por lo que respecta a su bibliografía, en 2008 publicó los libros de ensayos La poesía oral de los pueblos de Guinea Ecuatorial y Canciones para dormir a los niños de Guinea Ecuatorial, y, en 2009, el poemario La luz y el cobre. El relato que ofrecemos hoy en Harlan Magazine, sin embargo, vio por primera vez la luz en el año 2012 como parte del libro de cuentos Los elefantes son holandeses (Ediciones Libertarias). Próximamente os presentaremos un relato inédito cedido en exclusiva para la revista, pero aún tendréis que esperar un poco más.

Sin más dilación, os dejamos a solas con este microcuento de Ángel Antonio López, titulado Los cables de la luz, en el que se presenta, con pocas pero certeras líneas, el rostro de una sociedad cuyo reverso no solemos conocer.

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 LOS CABLES DE LA LUZ

Ángel Antonio López Ortega

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     Cerca del campo de fútbol del barrio se hallaba la frontera entre la zona de luz y la de sombra. La zona de sombra ya llevaba casi cinco meses sin luz eléctrica. Entonces saltó el transformador de la otra, la de Martín, y se quedaron también a oscuras, condenados a la ceguera de la noche. Unos cuantos vecinos, la mayoría bubis, se habían conjurado para tener luz y, a escondidas de los demás, cotizaban a alquiler de la compañía para que les pudiera conectar con una segunda o tercera línea. Cuando estas se colapsaron, Martín, aunque era un recién llegado, insistió en sumarse y contribuir al esfuerzo común, pero la luz volvía a irse y, cuando conseguían restablecer el servicio en sus propias casas, no le avisaban y su casa seguía a oscuras.

     Entre los vecinos más decididos de Martín se hallaba un orondo padre de familia, un poco taciturno y reservado. Él era el que le había cortado la línea un par de veces y por eso Martín lo trataba con recelo. Lo secundaba un mulato bien situado en algún ministerio, joven y arrogante, que también se la había cortado alguna vez. Ambos con esposa y niños. Y un bebinés maduro muy respetado en el barrio, al que llamaban Manolo, el más simpático y compasivo, que vivía con una jovenzuela díscola y peleona, natural de Gabón. El grupo lo completaban una viuda, que tenía fama de borde, y su ahijado, un adolescente jovial y servicial. Excluidos quedaban unas hermanas kombes, amigas de la botella y de la gresca, un campesino de la zona de Belebú y un armenio al que todos ignoraban.

     Los conjurados estaban dispuestos a todo con tal de no quedarse a oscuras, así que fueron comprando cables cada día más largos para conectarse a líneas más alejadas y seguras, pero otros habían tenido ya esa idea y dichas líneas se saturaban y reventaban por sobrecarga. Los vecinos de Martín reflexionaron y creyeron hallar la solución. A casi medio kilómetro se hallaba un cuartel militar (quizá a más, era difícil calcular). Al cuartel y a las casas de los militares que se encontraban dentro del recinto nunca les faltaba luz. Esa debía de ser la línea más segura. Cotizaron todos para comprar muchísimos metros del cable que acabó conectándose clandestinamente a la línea del cuartel, justo en la esquina anterior, donde los uniformados no los podían ver. Otros debieron tener la misma idea y los imitaron, porque dos o tres días más tarde había en los aledaños de la caserna un amasijo tal de cables, algunos a poca altura, que daba miedo. Bueno, no tanto, porque así estaban todos los barrios populares de la ciudad. Y lo que todos se temían, pero nadie osaba decir en voz alta, se acabó por producir. Una noche reventó esa línea y el cuartel, tras un corto y poco devastador incendio, también se quedó a oscuras. Cuatro días después, a pesar de la furia de algunos oficiales y de sus insistentes llamadas a la compañía de luz, seguía a oscuras. Fue entonces cuando de veras cundió el desánimo.

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Fotografías de Cristina Escalante

Texto introductorio de Juan Fernández Rivero

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