Yôji Yamada (山田 洋次, 1931- actualidad) es uno de los directores más interesantes del panorama actual japonés y uno de los más veteranos. Su veteranía no es en absoluto baladí, ya que el realizador nipón tiene a sus espaldas la longeva saga de Tora-San. La saga cuenta con 48 películas de las cuales 46 son obras de Yamada como realizador; en todas colaboró como guionista, ya fuera escribiendo todo el guión, o ayudando a su elaboración. Pero su larga experiencia no solo se sustenta en la saga Tora-San: en su carrera como realizador cuenta con más de setenta títulos a sus espaldas. Además, si bien sus primeros años como realizador se centraron en la saga mencionada, el panorama cinematográfico de Yamada se ha abierto desde los años noventa.
Es tras esta apertura cuando Yamada se convierte en un realizador a tener en cuenta, las anteriores películas eran productos propios de la industria japonesa y de su peculiar organización y política de producción. Sin embargo, una vez desligado de las trabas industriales, ha dejado entrever su verdadera destreza detrás de las cámaras.
Con El Ocaso del Samurái (Tetsogare Seibei, 2002) inicia la llamada Trilogía del samurái, tres interesantes títulos que ahondan en el final del samurái basados en las novelas homónimas de Shuhei Fujisawa. A pesar de ser consideradas una trilogía, las películas no guardan ningún tipo de relación en cuanto a su trama. Sencillamente son tres profundas miradas al final de la era samurái. El título que hoy nos atañe corresponde a la primera de las tres visiones de Yamada sobre uno de los símbolos más presentes de la cultura e historia japonesas.
La película gira alrededor de la figura de Seibei (Hiroyuki Sanada, una de las caras más visibles del actual cine japonés: El último samurái o 47 Ronin son algunos de sus títulos más internacionales) un samurai dedicado a labores burocráticas en su pequeña aldea. Durante las dos horas que dura la cinta, Yamada construye un relato sobre el honor y la familia de gran fuerza. Seibei, figura anodina donde las haya, desdichado funcionario dedicado en cuerpo y alma al cuidado de sus hijas y madre enferma, viudo y reticente a casarse de nuevo, pasa su día entre la burocracia imperial y el cuidado del hogar.
Cuesta ver en él el héroe que todos tenemos en la mente al imaginar a la mítica figura del samurái; Seibei porta una espada, sí, pero sus compañeros murmuran que tuvo que venderla para pagar el entierro de su esposa. La vuelta de una joven compañera de la infancia parece devolver algo de felicidad y esperanza a su vida. El guión construido por Yamada y Yoshitaka Asama consigue convertir en héroe romántico a Seibei. El honor llama a su puerta y éste no puede darle la espalda, ni siquiera él mismo es capaz de olvidar el antiguo y anquilosado concepto, tan presente en la cultura nipona.
El relato gira con fuerza alrededor de la necesidad de mantener limpio el nombre, sin importar el peligro ni las pérdidas que puedan causar. La figura del anodino burócrata se convierte entonces en un héroe trágico, deberá tomar de nuevo la espada sin importar que fuera vendida o estar oxidada por no ser usada. Seibei, receloso de combatir, se ve obligado a enfrentarse en duelo en dos ocasiones a lo largo de la película pero no es hasta el último momento cuando decide desenvainar su propio acero. Observamos durante su primer duelo contra el Terrateniente Koda que Seibei esconde debajo de su descuidado aspecto a un espadachín consumado, venciendo el duelo usando tan solo un palo. A pesar de sus habilidades, Seibei no busca el combate, no quiere retornar a la violencia dejada atrás y busca una vida más de campesino que de luchador. Sin embargo, sigue siendo un samurái y como tal deberá comportarse cuando el clan le exija su servicio. Atado de pies y manos por un código y amenazado por las autoridades, deberá enfrentarse a su propia decisión.
Yamada crea un relato con fuertes reminiscencias de los jidaigeki más clásicos, género literario, teatral y audiovisual propio de Japón. Literalmente se puede traducir como “Dramas de época”, y suelen estar situados cronológicamente en el Periodo Edo: desde 1603 a 1868. En ocasiones se confunde este término con Chambara, que es un subgénero centrado más en la acción y los combates.
Es imposible ver esta cinta sin recordar el cine de Kurosawa o Mizoguchi, construyendo así un verdadero homenaje al cine clásico japonés sin perder de vista el presente. Yamada rueda sin miedo durante todo el desarrollo de la película desenvolviéndose con igual lucidez tanto en las reflexivas noches de Seibei frente al fuego cuidando de su familia, como en los dos intensos combates que bordan el metraje.
Quizás sea en los dos duelos, que funcionan como bisagra central y broche final de la película, donde la realización de Yamada despunte más. Consigue aunar la realización clásica nipona a la manera de grandes maestros como Ozu, a saber: cámara estática, planos rodados a pie de tatami o composiciones visuales frontales a cámara a la manera teatral; con una realización cercana al cine de acción durante el primer duelo (y punto de inflexión de la cinta) y se acerca poderosamente a las imágenes de Kurosawa en la última media hora de la película. Dicha relación con el Emperador del Cine no es solo a nivel formal presentando en su realización intensas y fugaces escenas de acción rodeadas por un metraje pausado. Yamada va mucho más allá en su homenaje y reflexión sobre el género. Incluso la caracterización y maquillaje de Zenemon Yogo (interpretado por Min Tanaka) nos recuerda directamente a Tatsuya Nakadai y su impresionante actuación en Ran (Kurosawa, 1985), una de las obras culmen en la filmografía del director.
Despunta en la película un estilo que ya se percibía durante su anterior labor pero que debido a las duras exigencias de la, en ocasiones voraz, industria japonesa, quedaba oculto por la necesidad de producir constantemente una entrega tras otra. Yamada se consolida con esta cinta como un interesante director con mucho aún por aportar al cine. Las siguientes películas de Yamada demuestran que así era y a día de hoy, con su recientemente estrenada Una familia de Tokyo, se mantiene como una de las figuras más importantes del cine japonés. Una figura que no solo realiza con elegancia sino que es capaz de orquestar piezas homenaje al cine de su país con una fuerte conciencia de género y lenguaje.
No en vano Una familia de Tokyo es una visión muy personal y pareja a Cuentos de Tokyo (Ozu, 1953) y en las dos entregas siguientes a El Ocaso del Samurái, Yamada reflexiona y profundiza en diversos aspectos de la figura/mito del samurái. Sin lugar a dudas, la obra de Yamada es de obligado visionado para todo aquel que busque un acercamiento al cine japonés actual y, paradójicamente, un buen ejercicio de género e historia del cine del país del sol naciente.
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