Empecé la huelga del revés. Fui a trabajar. Tempranito por la mañana, así, como se hacen las cosas. Casi sin café en el cuerpo. Con las tostadas aún en la boca y el saborcillo amargo de la obediencia ciudadana en la lengua. Pues vale.
Sin embargo, cruel destino, me citaron a mi hora en el trabajo y fui. Que buena chica. Pues no, si es que si no no veo un duro. Este lindo y eficaz no contrato me tiene cogida por mi robusto y delicado cuello de cisne. Así que intento pasar.
En el camino hacia Ciudad Universitaria, sede de oficinas becariales, me crucé con dos personas, un futuro médico (las ojeras y los restos de bata lo delataban) y un roído ingeniero que sería un profesor, por lo de los pelos en las orejas y las gafas destartaladas de los 70. Por lo demás, ni un alma.
Fin de la jornada laboral. Luego, ya a las 7 de la tarde noche cerrada, fui a la manifestación por eso de sentirse a gusto con mi estómago (casa de los remordimientos desde que el mundo es mundo) y, a parte de muchos carcas subidos a un escenario en la plaza de Colón dando un discurso a voces de megáfono, también marchaban pancartas de tijeras, camisetas con mensaje y cámaras de fotos e iPhones subidos a los árboles. Y bueno algo original también. En algunos puntos a los lados de la calle donde fluía la marea unida, olía a patata frita. Chips aceitosos que te regalan en los bares cutres con la cerveza. Las de la bolsa de Casa Ana, las más baratas del Lidl. Había puestecitos que las vendían en un cucurucho. Ofrecían también pipas por si las patatas se pasaban de rancias un pelín o por si lo de morder con los paletos, arrancar la cáscara, comer lo mínimo y tirar lo inservible rechupeteado al suelo, servía para consolar el ambiente. Había puestos que venden patatas fritas en cucuruchos y paquetitos de pipas en una manifestación que reivindicaba el no-consumo (entre otras, pongamos las cosas como son).
Una de las señoras rubias que estaban detrás del tablón que hacía de mesa decía que no, que nada de los sindicatos, que ellos se habían puesto allí porque sí. Porque no tenían. Eran cinco en la familia y todos en el paro. Una más. Y que les estaba yendo fatal. De tres cajas enteras de patatas habían vendido media. Las pipas mejor. La hija le ayudaba.
Mi estómago volvió a volverse del revés y esta vez casi lloro sin saber muy bien por qué. Empatía de trabajadoras. Iba a comprarle un paquetito pero otra señora, treintañera muy guapa, se me adelantó y me di la vuelta. Me fui con olor a patata y sabor a mierda y asco en la boca.
Hoy. De nuevo al curro.